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Un secuestro que “nunca deja de doler”

Proceso de la mascara

Su nombre aparece escrito en letras negras, en una vieja caja de cartón. Y en esa caja, que reposa en un rincón del estudio del hogar de los Otoya Vernaza, hay toda una historia apiñada en recortes de prensa, fotografías, fólderes, hojas de cuaderno escritas en la montaña, cruces talladas en madera del Pacífico, y recuerdos, cientos de recuerdos del que fuese el secuestro masivo más grande perpetrado en el país: el 30 de mayo de 1999, a las 10:45 a.m. en una pequeña capilla de guadua, situada sobre la Avenida Cañasgordas, al sur de Cali.

Veinte años después de un hecho que le dio la vuelta al mundo, el nombre de La María, el secuestro, aparece en 12.400 titulares de Google, en más de 80 reportes de memoria histórica del conflicto en Colombia, en los videos y archivos de los medios de comunicación y sobre todo, en la mente de gran parte de los 194 feligreses (según sentencia judicial de 2012) que esa mañana soleada de domingo fueron sacados a empellones de la eucaristía, por el Ejército de Liberación Nacional, ELN, en un plagio que disfrazaron de político pero cuyo fin fue extorsionar a las familias que llamaban con desdén ‘oligarcas’.

“Antes de la elevación estábamos todos muy concentrados en la ceremonia. No nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Los camiones se parquearon y bloquearon la entrada. Los guerrilleros empezaron a bajarse y a andar por todo los alrededores de la iglesia y alias Nicolás, uno que venía disfrazado de soldado del Ejército Nacional, llegó hasta aquí (el altar) y le dijo algo al padre al oído (Jorge Humberto Cadavid) y se retiró. El sacerdote nos dijo: ‘calmados que hay una bomba y hay que salir’. Todo el mundo pensó que era el Ejército”, recuerda Flavio Reyes, quien fue secuestrado junto a su esposa Esperanza Henao.

Un secuestro que “nunca deja de doler”

Cecilia Ruiz estaba en la cuarta fila de la iglesia, junto a su hijo Patrick Martínez. Cuenta que ese año, el 99, la vida de su familia se partió en dos: su esposo había fallecido el 8 de abril, antes del plagio, en un accidente laboral y atravesaban una dura situación económica, fruto de la recesión. “Después de que nos sacaron de la iglesia, empezaron a empujar a la gente a un camión y a un furgón, mientras hacían disparos al aire, eso fue en cuestión de segundos. Con mi mamá íbamos abrazados en ese camión y mirábamos a las personas que se quitaban las joyas, guardaban los billetes, llamaban por celular... el susto era grande”, agrega Patrick, el músico que le compuso al secuestro, y quien para entonces tenía 20 años.

Lo que vino después fue un camino de miedo y zozobra hacia las montañas de Jamundí. Adriana Tafur iba en el furgón junto a su prima Carolina Varón. “No podíamos respirar. Tengo una imagen grabada en la que todos cogían las tarjetas de crédito, las dañaban, se las comían. Me acuerdo de eso y de los guerrilleros que iban a mil hasta que el carro se varó por La 14 de Alfaguara y nos bajaron, pero no para volver a la Iglesia”.

Marta Cecilia Serrano iba en el mismo furgón, junto a sus tres hijos y a su esposo Bernardo Quintero. “A todos nos metieron en taxis y carros que aparecieron muy rápido. Seguimos hasta la vereda La Estrella, donde nos encontramos con los del otro camión y ahí empezaron a escoger a la gente. Luego vino otra balacera hasta que apareció el Ejército y yo les pregunté: ‘¿ustedes sí son o no?’. Me quedé ahí con mis hijos y otro poco de chiquitos, hasta que nos regresaron ese mismo día. A mi esposo lo tuvieron hasta el 13 de noviembre”.

“Fueron semanas muy duras. Allá nos dijeron que ellos habían hecho inteligencia durante tres meses. ¡Tres meses! Uno no sabe si el tipo que estaba al lado en misa era uno de ellos”

Jaime Cifuentes Borrero, víctima del secuestro de La María

Juan Daniel es el menor de los Otoya Vernaza. Ese día tenía 11 años. Y tuvo que volver a casa solo, porque a su mamá Isabella; a su papá, Alfredo, y a su hermano Tomás se los llevó la guerrilla. Isabella cuenta que en el camión su esposo abrió la puerta para poder respirar. “Y cuando llegamos al lugar al que nos llevaban se abrió ese camión y a mí me impresionó mucho porque era un camino muy largo y despavimentado y a lo largo había mujeres y hombres guerrilleros armados. Era como una calle de honor, para nosotros una calle de horror”.

A esas alturas, ya en Cali corría la noticia de lo ocurrido. Ricardo Cobo, quien era el alcalde de la época dice que se enteró por la llamada de un amigo, familiar de uno de los secuestrados. “Cuando logré coordinar mis ideas, cogí mi camioneta y llegué a la Brigada, al salón de crisis del primer piso. Ahí me encontré con el general (Jorge Ernesto) Canal, comandante de la Tercera Brigada. Todo era desespero. Luego me dijeron por donde estaban, subí en la camioneta y los llegué a tener a 400 metros en línea recta. Yo tenía un escolta grande, 18 hombres, entonces empezamos a seguirlos, pero nos metimos en un campo minado, los guerrilleros habían alambrado el camino. Tuvimos que llamar a antiexplosivos y nos sacaron de allí con una tanqueta blindada”.

Esa misma tarde del 30 de mayo regresaron a casa, rescatadas por la presión del Ejército, alrededor de 86 personas, la mayoría adultos mayores, menores de edad y algunas mujeres que dejaron en la montaña a sus esposos, a sus hijos. Pero para el resto, la pesadilla iniciaba.

Proceso de la mascara

Tenían listos los cambuches

Los días siguientes, el país no salía de su asombro. El presidente Andrés Pastrana y el comandante del Ejército, Jorge Enrique Mora, coordinaban acciones imposibles para traer a tantos secuestrados de regreso a Cali. Se creó una comisión especial. Operativos. Y en la ciudad, las familias se arroparon bajo el abrigo de monseñor Isaías Duarte Cancino. Los habían sacado de la iglesia. Todo parecía una película de horror, precedida por el secuestro de 47 personas, en un fokker que cubría la ruta Bucaramanga- Bogotá, el 12 de abril. Otro acto demencial del ELN.

Jaime Cifuentes estaba en la misa de La María con sus tres hijos y su esposa. A los dos pequeños los dejaron libres el 30 de mayo. Pero su señora, Polonia, y su hijo Jaime Andrés, estuvieron hasta el 15 de junio cuando se produjo una liberación ‘humanitaria’ de 35 personas, ya cuando la guerrilla había hecho una segunda selección de sus víctimas.

“Fueron semanas muy duras. Allá nos dijeron que ellos habían hecho inteligencia durante tres meses. ¡Tres meses! Uno no sabe si el tipo que estaba al lado en misa era uno de ellos. Iban bien vestiditos, obviamente no iban a ir con unas botas pantaneras. Tenían, confesado por ellos mismos, infiltrados en muchas entidades”.

Todo estaba fríamente calculado. “Intuimos que ellos se habían preparado por mucho tiempo para llevar a la gente que iban a secuestrar en la iglesia. En algún momento llegamos a un cambuche de madera, cerrado en el bosque, donde había un claro en la selva. De esos árboles que habían tumbado sacaron troncos y con eso amaron la chocita con techo de plástico templado, con dos cuarticos, dos camarotes y un estarcito, que tenía exactamente 36 metros cuadrados, porque yo lo medí y remedí. Incluso, tengo un dibujo por ahí del cambuche ese”, relata Alfredo Otoya.

Un secuestro que “nunca deja de doler”

Así van apareciendo montones de historias vividas en las estribaciones de la Coordillera Occidental, en el Naya y en las montañas de Jamundí, los sitios donde estuvieron los tres grupos en que repartieron ‘la mercancía’. Flavio Reyes recuerda “las carpitas de lona, donde nos protegíamos entrapados, el agua escurría. Y a las 4:00 a.m había que ponerse la ropa helada y seguir caminando”.

Adriana Tafur, a quien llamaban ‘la niña’ porque tenía 19 años, recuerda una noche en la que llegaron a un páramo. “El guerrillero se perdió y estaba calladito. Camilo (Valencia) le dijo que no caminaríamos más. Estábamos congelados. Roberto Acosta (otro secuestrado) tenía hipotermia. La única forma de espantar el frío era quitándose la ropa y yo lloraba porque era la única mujer y me sentía vulnerada y decía ‘no, por favor, no me obliguen’. Me tocó dormir desnuda entre dos de ellos, para abrigarnos con el calor humano”. En otra ocasión, se fue al precipicio, con el caballo que montaba. “Fue un milagro que alguien me agarrara. Arriba gritaban: ‘se mató la niña’. Pero lograron sacarme. Al caballo lo tuvieron que sacrificar y al otro día comimos carne de caballo”.

Matar culebras, matar el tiempo...

Patrick Martínez también estuvo al borde de la muerte. Ocurrió cuando sufrió una crisis pulmonar y debía ir a caballo junto a un guerrillero, por una quebrada, mientras los que iban a pie cruzaban por un puente. “El guerrillero se cayó, al caballo mío se lo llevó la corriente, saltamos por una piedra y la quebrada nos arrastró unos 30 metros. Tuve que ayudar al guerrillero, luego devolverle el arma y seguir caminando”.

También evoca las muchas veces en que mataban culebras con machetes porque se metían constantemente en los cambuches.

“Dormía poco y había que levantarse adolorido, bañarse, tomar tinto y pasar el día. El almuerzo y pasar la tarde. Comer y a dormir y repetir y repetir la misma rutina”.

Isabella Vernaza estuvo secuestrada hasta inicios de noviembre de 1999 y su esposo, hasta el 13 del mismo mes. Sus tres hijos estuvieron casi seis meses al cuidado de su familia y la de su esposo. “Ese fue el mayor dolor. Una psicóloga amiga dijo que no podían sacar a los niños de su hogar. Entonces como teníamos por un lado siete hermanos y por el otro nueve, ellos hicieron un tablero y se distribuyeron el dormir en la casa”.

Cierta ocasión, en el cautiverio, tuvo una discusión con alias El Profe Ernesto, que los reunía para tener debates políticos. “El señor pensaba que nos iba a adoctrinar. Y yo, como soy socióloga, empecé a cuestionarlo y se puso furioso y me dijo: ‘Compañera, usted me está ofendiendo’. Tomó retaliaciones conmigo, cuando repartió la comida a todo el mundo le echó cinco cucharadas y a mí, una. Me dijo que eso era para que supiera cómo sufre el proletariado. Después de tres años del secuestro, estando en el Noticiero 90 Minutos, (ella era su gerente) les comenté la historia y les dije que el guerrillero se parecía a un compañero que habíamos tenido. Con esa descripción, el periodista Miguel Ángel Palta encontró una foto del guerrillero en el archivo y allí supe que en realidad era un sindicalista que se llamaba Fidel Castro. Casi me muero de la impresión. Por esos días había muerto, preparando explosivos”.

Con el tiempo muchas heridas se han sanado, pero las cicatrices, las huellas de La María, no se borrarán jamás. A Isabella el olor a arroz cocido y el aroma a leña la transportan a esos días aciagos del 99. Cecilia Ruiz cuando va al campo y ve las montañas, de inmediato se visualiza caminando en cautiverio. Jaime Cifuentes cuenta que siempre que ve a un guerrillero del ELN, cubriendo su cara con un pañuelo se traslada a los días del plagio. “Yo recuerdo ese secuestro con mucha tristeza para mi familia. La verdad es que fueron casi seis meses de mi vida que yo los llamo perdidos”.

Alfredo Otoya, al reabrir junto a su esposa la vieja caja de cartón marcada con el nombre de La María, deja escapar una frase que resume el sentir de las víctimas de este hecho que marcó a Cali: “Ese secuestro es un recuerdo que nunca deja de doler”.

Las lecciones finales de La María

En la Iglesia La María, justo cuando se iba a realizar el acto de consagración en la misa de ese domingo 30 de mayo de 1999, Rafael Posada escuchó un golpe seco que le hizo recordar sus años de estudiante de economía en la Universidad del Valle: la puerta de los camiones que dejaban caer los soldados contra el piso cuando se bajaban a controlar las manifestaciones: ¡plajjjjjj!

Cuando escuchó el golpe, le dijo en voz baja a su hija Raquel, de 6 años, que lo más probable era que se tratara de un allanamiento. Su teoría creyó confirmarla segundos después, cuando vio hombres con prendas militares dentro de la iglesia. Rafael se dijo: “vienen por alguien”.

En ese momento observó el tipo que, armado, se dirigió hacia donde estaba el padre Jorge Humberto Cadavid. El hombre se puso de espaldas al sacerdote y le comentó algo al oído. El padre le dijo a los feligreses: “señores, que nos tenemos que ir con ellos”.

Rafael en ese punto no entendía qué estaba pasando. No se le ocurrió que el ELN ejecutaba el secuestro masivo más grande de la historia de Colombia. Apenas tomó a su hija de la mano y salió de la iglesia. Afuera estaban los camiones donde los guerrilleros les ordenaron subirse. Una anciana dijo: ¡No me jodan!, y caminó con sus dos nietos en la dirección contraria a los vehículos. Ningún guerrillero se atrevió a detenerla.

Rafael nació en Cali pero solo cuando cumplió 7 años su familia se radicó en la ciudad. Antes, dice, permanecía dentro de una maleta. Como su papá era humorista - lo llamaban Barrilito – viajaba con él por todo el país.

Fue a mediados de 1956 cuando la familia se radicó en Cali. Rafael todavía tiene fresco en la memoria ese 7 de agosto, cuando siete camiones militares cargados con 1053 cajas de dinamita volaron por los aires del norte. Primero escuchó el estruendo. Al cabo de un rato, los vidrios de las ventanas de su casa rompiéndose.

Tras graduarse como economista de Univalle y realizar un doctorado en economía agrícola en el exterior, fue contratado por el Centro Internacional de Agricultura Tropical, Ciat. Al momento del secuestro en La María era el subdirector.

Asistir a la iglesia con su hija Raquel era el plan de los domingos. Todo empezó cuando ella, un día cualquiera, lo cuestionó: “Todas mis compañeritas van a misa y en esta casa nadie va a misa”. Desde entonces Rafael se propuso acompañarla.

Vivían en Ciudad Jardín, por lo que a la iglesia llegaban en carro. Mientras Raquel jugaba con sus compañeras, Rafael comía empanadas o conversaba con los vecinos antes de la misa. Una tradición de la Comuna 22.

Montado en el camión durante el secuestro, Rafael notó que el guerrillero no sabía conducir, al punto que el vehículo comenzó a fallar. Los guerrilleros tuvieron tiempo de pasar a los secuestrados a otro camión, tomar la Avenida Cañasgordas rumbo a Jamundí, pasar al lado de una unidad del Ejército sin inmutarse, hasta que llegaron a una escuela.

Allí alguien ordenó que los adultos se hicieran a un lado, y los niños al otro. Rafael le escribió a Raquel el teléfono de la casa en el brazo, y se le acercó a un guerrillero para preguntarle qué iban a hacer con los niños.

– Hoy los vamos a regresar.
– ¿Verdad pa Dios?
–Verdad pa Dios.

Rafael no estaba muy convencido, pero no tenía alternativa. De la escuela el grupo de secuestrados caminó durante seis horas hacia una vereda cercana a Siloé. Durante el trayecto había puntos de hidratación dispuestos por el ELN: casas donde tenían listas jarras de aguapanela.

En la iglesia La María la guerrilla, días antes, habían ubicado a algunos de sus hombres camuflados como vendedores de frutas para hacer inteligencia. Por eso sabían que los escoltas de los feligreses, una vez los dejaban en la misa, acostumbraban a reunirse en una tienda. Fue allí donde los retuvieron mientras les apuntaban con una metralleta.

Después de caminar durante 6 horas, los secuestrados llegaron a una finca donde pasaron la noche. Al siguiente día madrugaron para subir más la montaña. En ese momento el ELN comenzó a separarlos. A algunos los liberaron.

Los guerrilleros al parecer tenían infiltrados en entidades como la Dian. Con las cédulas de los secuestrados en mano, sabían quién había pagado el impuesto de guerra al Gobierno, y quien no. A quienes pagaron les exigieron sumas millonarias por su liberación. A los que no, les impusieron una “cuota”. “El paseo”, dijeron, “no iba a ser gratis”. Rafael debió pagar cinco millones de pesos, pero eso sería mucho después.

Un secuestro que “nunca deja de doler”

Lo que le importaba en ese momento era la suerte de Raquel. En uno de los puntos de hidratación, un campesino tenía un radio. Todos los secuestrados se apostaron a su alrededor para escuchar las listas de las personas que habían sido liberadas por el ELN. Rafael no escuchó el nombre de su hija. Estaba desesperado.

En un punto de hidratación más adelante pasó lo mismo. Los reporteros no mencionaban a Raquel Posada. Cuando de pronto Rafael escuchó su voz en la radio. “!Yo soy Raquel Posada, yo soy Raquel Posada!” El problema era que en las listas aparecía como Raquel Rosada. Rafael solo le ponía atención al radio cuando iban por la P. Respiró aliviado.

En total permaneció 18 días secuestrado. Visto con el filtro de los años, dice que en medio de las circunstancias de un secuestro la convivencia fue aceptable. No hubo cadenas, candados, como se vio con los secuestrados de las Farc. Alguna vez un guerrillero dejó un fusil recostado en una pared y a la mano de los secuestrados, y la escena, dice, más o menos traduce lo que se vivió en la montaña; o por lo menos en su grupo.

Cuando lo liberaron, Rafael pidió un día de permiso en el Ciat y al siguiente volvió a la oficina. Intentó olvidar. En el fondo sabe que aún hay heridas abiertas. Cuando habla de lo que le pasó, llora. Esta vez, en el aniversario 20, se le hace curioso que aún no lo haya hecho. Pero las huellas del conflicto parecen imborrables.

Tal vez por eso es de los que dice que hay que insistir en la paz. Quienes han sido víctimas de la guerra no están dispuestos a volver a ella. Como la metáfora de una nueva Colombia que está naciendo.

¿Cómo ve a Cali y a Colombia 20 años después de La María?