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New York, seis décadas llevando lo mejor de la salsa a los ‘patojos’

Ovidio Ordónez, hijo de la fundadora de este negocio con nombre de ciudad estadounidense, mantiene la tradición rumbera. Recorrido por este templo musical.

11 de septiembre de 2015 Por: José Navia Lame | Especial para Colprensa

Ovidio Ordónez, hijo de la fundadora de este negocio con nombre de ciudad estadounidense, mantiene la tradición rumbera. Recorrido por este templo musical.

Una noche, mientras bailaba un disco de la Sonora Ponceña, Ovidio Ordóñez recordó que su mamá había muerto quince días antes. Se frenó en seco. Estaba en una esquina de la pista de baile de Soneros, el bar donde trabajaba como DJ, en el centro de Popayán. Él mismo había colocado una seguidilla de salsa dura y estaba tan eufórico y embelesado que cuando sonó el piano de Papo Luca se lanzó a la pista con sus zapatos blancos. Por unos segundos no supo qué hacer. Luego, Ovidio Ordóñez miró hacia arriba, como buscando aprobación desde el más allá, pero en realidad necesitaba decir algo: “Madrecita, perdóname, pero si ya me bailé la mitad del disco, yo voy a seguir bailando”.  La anécdota se las contó años después a algunos de sus diez hermanos, durante un sancocho dominical. Todos se rieron y estuvieron de acuerdo en que doña Luz Carrera seguramente habría aprobado que ‘El Loco’, como ella le decía a Ovidio, siguiera azotando baldosa y empujándose unos guaros con los mismos ánimos de cada fin de semana.  Después de todo, había sido la misma doña Luz quien, en su lecho de muerte, les pidió a sus hijos que no guardaran luto. Pero, sobre todo, les rogó que no dejaran acabar el bailadero que ella había fundado 38 años antes en su casa de Pueblillo, una vereda ubicada en las afueras de Popayán y habitada en esa época por fabricantes de teja y ladrillo. El bailadero solo abría los domingos en las tardes para recibir a los clientes que llegaban al caserío en busca de fritanga y de sancocho de gallina. La mayor parte venía de los barrios populares de Popayán. En esa época, a mediados de 1955, el lugar era conocido simplemente como ‘La casa de doña Luz’. Allí se mezclaban los éxitos tropicales de Lucho Bermúdez y Guillermo Buitrago, con el son cubano y los boleros del Trío Matamoros, Benny Moré, Rolando Laserie y la Sonora Matancera, entre otros.  Ovidio Ordóñez aún no había nacido. Pero años más tarde, ya adolescente, doña Luz le contaba sobre los orígenes del negocio. Se sentaban a hablar en el patio trasero de la casa, durante las tardes somnolientas de Pueblillo, o los domingos en la mañana, mientras él le ayudaba a alistar las frituras, la cerveza y el aguardiente. Los recuerdos fluyen raudos por la memoria de Ovidio Ordóñez. Es alto, delgado, de bigote incipiente, gestos nerviosos y cabeza rapada. Lo llaman ‘El Compay’ porque así saluda a sus amigos más cercanos. Ovidio es hoy el alma del bailadero. Ya no se llama ‘La casa de doña Luz’. Ella misma le cambió el nombre a principios de los años sesenta. Le puso Discoteca New York. La rebautizó así por los llaveros, camisetas estampadas y Long Play de salsa que le mandaba un familiar lejano que logró asentarse en esa ciudad. Son casi las tres de la tarde del último domingo de agosto. A Ovidio Ordóñez aún se le notan en el rostro los estragos de la amanecida. Anoche, unas cien personas amantes de la salsa clásica se apiñaron en la Discoteca New York hasta las cinco de la mañana para celebrar los sesenta años de existencia de este negocio.  Sobre la mesa del comedor aún quedan pedazos de la torta que repartieron ayer entre amigos y familiares de los Ordóñez. Al fin y al cabo, la fiesta alcanzó para toda la cuadra, porque los que no pudieron entrar, bailaron hasta la madrugada en la calle.  Amparo y GenovevaAunque no se atreve a jurarlo, Ovidio Ordóñez dice que New York es, posiblemente, el bailadero de salsa más viejo de Colombia. Tiene noticias de que algunos de los más emblemáticos del país, como La Troja, de Barranquilla, y La Nellyteka, en el barrio Obrero de Cali, son más jóvenes. El primero fue fundado en 1966 y La Nellyteka anda por los treinta años. “Ve, Ovidio, ahí llegó Mercedes, la hija de la vecina, con unos amigos. Dice que si le abrís que quieren oír música”, le dice su esposa. Ovidio se levanta como un caucho, agarra las llaves y sale de prisa. Frente a su casa, cruzando la calle, se ve la fachada de la discoteca. New York es el único bailadero de Colombia –de eso sí está seguro– que atiende a sus clientes en el día y hora que lleguen, así sea un martes a las dos de la tarde. “Sigan, sigan…”, les dice Ovidio, al tiempo que abre la puerta de la antigua casona materna donde funciona el bailadero. Al principio, el lugar de rumba ocupaba solo la sala, pero desde 1993, cuando murió doña Luz y sus hijos comenzaron a marcharse, Ovidio amplió el negocio.  “Cada vez que un hermano se iba de la casa, yo le tumbaba la pieza. Tumbé tres piezas y así la fui agrandando”, dice ‘El Compay’, mientras enciende el equipo de sonido y alista un acetato. Cuenta que ha logrado reunir más de diez mil discos de larga duración. Mercedes y sus amigos se acomodan alrededor de una mesa y piden un litro de aguardiente Caucano. El sonido inconfundible de la aguja rasguñando el acetato precede al Títere, de Luis Ramírez: “Yo soy el títere, voy buscando pelea y jeva y to’ lo demás…”. Para algunos, el nombre de Discoteca es demasiado rimbombante para New York. Los nichos, que pertenecieron a un grill de salsa que cerró hace ya varios años, están deteriorados. La decoración consiste en cachivaches de todo tipo que cuelgan de techo y paredes. Hay una radiola desvencijada, dos maniquís que Ovidio viste según la ocasión, y zapatos, trastos y juguetes viejos. Fotos y afiches de artistas salseros tapizan parte de los muros. Para sus clientes más habituales, ese aspecto descuidado es, precisamente, lo que hace único a New York, junto con la música y el carisma de ‘El Compay’.  “Desde que recuerdo, en esta casa siempre se ha escuchado es pura salsa y boleros. Yo creo que la influencia viene de Cali”, dice Ovidio Ordóñez. Cali se encuentra a 130 kilómetros de Popayán. En esa ciudad vivían sus tías Amparo y Genoveva, desde mediados de los años sesenta. Se fueron a trabajar como empleadas domésticas de los Scarpetta y los Piedrahíta.  Amparo y Genoveva regresaban a Pueblillo cada seis meses. Venían en minifalda, con zapatos de plataforma y traían las maletas cargadas de Long Play de la mejor salsa que sonaba en Cali. Los discos de Richie Ray, Pete Rodríguez y Ray Pérez comenzaron a oírse los domingos en la Discoteca New York. Los clientes se atiborraban, además, para ver bailar a Amparo y Genoveva, que traían los últimos pasos aprendidos en los bailaderos populares de Cali como El Dorado, en la subida para Siloé, y El Aguacate, a orillas del río Meléndez.  Genoveva, quien hace rato llegó a saludar su sobrino Ovidio, anda por los 70 años. Todavía se va a bailar a las viejotecas salseras de El Bambú, un balneario de Popayán, ubicado en la salida hacia Cali. Dice que su hermana Amparo, quien falleció hace algunos años, bailaba tan arrebatado que le decían ‘La avioneta’.  El gabán de ‘Pedro Navaja’No fue sino que la música tronara en New York para que se arrimaran otros vecinos. Más tarde fueron arribando los clientes que no pudieron estar la víspera. Algunos llegaron derecho al rincón donde cuelgan, en ganchos de alambre, más de treinta camisas de estilo salsero. Ovidio tiene obsesión por estas prendas. Tiene más de trescientas en su armario y siempre hay algunas de ellas a disposición de la clientela. Algunas las manda hacer donde una modista de otro barrio, otras se las regalan o él las compra en almacenes de ropa popular. Unas cuantas se las enviaron de Nueva York.  Lo mismo ocurre con los zapatos para hombres y mujeres. Debe tener más de treinta. Los hay de color dorado con tacón cubano; los típicos apaches blancos del salsero de barrio; unos negros, newyorquinos, muy elegantes, y otros de tono rojo con azul.  Con estas prendas, además de sombreros y gorras caribeñas, los clientes de la Discoteca New York se visten de salseros. Incluso, existen dos gabanes estilo Pedro Navaja que los clientes se pelean para bailar esa canción de Rubén Blades: “Las manos siempre en los bolsillos de su gabán, pa’ que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal”.  En los sesenta años que acaba de cumplir, la Discoteca New York solo ha cerrado durante veinte días. Fue en 1993, después de que murió su fundadora, doña Luz Carrera. A ella la velaron en la pista de baile, sobre un tapete de rosas rojas. Nunca se había visto tanta gente junta en el bailadero de Pueblillo. No hubo música, pero sí, decenas de litros de aguardiente. Los vecinos y los clientes de New York pasaron la noche en vela, riendo al recordar las historias de doña Luz. Quizá por eso, Ovidio Ordóñez olvidó la muerte de su mamá mientras bailaba aquel disco de la Sonora Ponceña. Y por la misma razón, tampoco se sorprendió cuando su papá le dijo casi tres semanas después del entierro: “Mijo, abra la discoteca el domingo y póngase a trabajar. Ya Luz se nos fue y a ella no le gustaría verla cerrada”.

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