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María Thereza Negreiros, el pincel de la selva

María Thereza Negreiros expone por estos días en Casa Proartes varios de los cuadros que conforman la obra que le aseguró un lugar en la memoria del arte moderno latinoamericano: su serie dedicada al Amazonas, sin la cual no es posible entender su legado artístico. Retrato de esa “jovencita viejísima”, que es también la última voz que aún nos queda en Cali, enhorabuena, del inolvidable Grupo Taller.

16 de febrero de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros I Periodista de Gaceta

María Thereza Negreiros expone por estos días en Casa Proartes varios de los cuadros que conforman la obra que le aseguró un lugar en la memoria del arte moderno latinoamericano: su serie dedicada al Amazonas, sin la cual no es posible entender su legado artístico. Retrato de esa “jovencita viejísima”, que es también la última voz que aún nos queda en Cali, enhorabuena, del inolvidable Grupo Taller.

La pregunta solía aparecer cada cierto tiempo, de labios de Fernando, su hijo, por entonces un niño: “Mamá, cuando usted estaba chiquita, ¿qué era eso que tanto veía?”. Cada vez que tropezaba con la duda, María Thereza Negreiros remontaba nuevamente y sin afanes el río de sus días hasta llegar a la pequeña que un día fue, allá en Maués, ese municipio del Amazonas brasileño donde nació, se crió y fue feliz en la década del 30. “Si miraba delante de la casa había un río —le respondía—, si volcaba mis ojos hacia arriba estaba el cielo y si lo hacía para atrás aparecía la selva”. Muchísimos años después, esa respuesta aún puede expiarse fácilmente en varios de los cuadros que han colonizado su apartamento del barrio Santa Rita, en el oeste de esta ciudad que la saludó desde sus montañas en 1954, y adonde ella llegó, recién casada, con el arquitecto caleño Ernesto Patiño Barney.Porque si al pincel de Picasso lo excitó la guerra y al de Monet los nenúfares, el de María Thereza se hizo casi dueño absoluto del color para que ella retratara esa infancia y ese paisaje tremendo que la marcaron para siempre: “Mirando el río y la selva aprendí un principio de la vida, aprendí a amar la naturaleza, esa fuerza natural que lo pone a uno en su puesto, que lo vuelve a uno chiquito”.Ahora mismo, la maestra expone varios de esos cuadros en Casa Proartes. Pese a vivir cerca de 60 años en Cali es su primera exposición allí. Sobre las paredes de dos espaciosas salas de esta esquina cultural del centro caleño, uno a uno van apareciendo rastros en gran formato de esos recuerdos luminosos.Los bautizó ‘Los colores de la selva’. Óleo sobre lienzo. Fue la técnica a la que regresó en la década de los años 70, después de experimentar y asombrar con diferentes materiales y pinturas sintéticas a la propia Marta Traba, la mujer implacable que nos enseñó qué era arte y qué no en Colombia.Sería también la última parada de un viaje a la memoria. Sentada ahora en el estudio de trabajo que acondicionó en su apartamento, María Thereza evoca esos tiempos. Remonta de nuevo el río. Era el año 78 y un lustro había transcurrido desde que se vio forzada a regresar, desde Cali, a Maués para ponerse al frente de las fincas que dejara su padre enfermo, el hombre que la artista trae al presente como el responsable de haber colonizado el río Apocultaua, a pocos metros del amazonas brasileño.Días pedregosos. La dictadura de Mazzilli ardía en todo el país mientras la artista, la mayor de cinco mujeres que había estudiado bellas artes en Brasilia y despuntaba una carrera prometedora en Colombia, de repente tuvo que convertirse en administradora de grandes terrenos de guaraná, fruto emblemático de Brasil al que le atribuyen bondades para aliviar la fatiga mental y física.Azuzados por un sindicato, muchos de los trabajadores de esas fincas se rebelaron contra la familia Negreiros mientras ella estuvo al mando, “y para meternos pánico, le prendieron dos veces fuego a la hacienda en la que vivíamos. Ha sido la experiencia más terrible de mi vida”.Lo fue, ya lo contamos, hasta el 78, hasta diciembre del 78. Y desde esa época ella sintió que su lugar en el mundo se había transformado sin remedio.“Al cabo de esos cinco años —cuenta la artista— después de ver ante mis ojos cuánto había cambiado esa selva maravillosa que yo conocía desde la infancia, sentada al pie de un río me pregunté muchas veces cuál debía ser el lenguaje de un artista latinoamericano que veía, como yo, la destrucción a la que se estaba sometiendo la selva”.Fue el inicio de la debacle que hoy ya es noticia y para entonces solo una sospecha. Las grandes multinacionales quemaban hectáreas enteras de selva virgen para sus beneficios financieros y la tala masiva de árboles comenzaba a dar paso a terrenos convertidos a la fuerza en praderas y monocultivos. La respuesta a su desazón la halló, en parte, gracias a Adalbert Meindl, dueño de una galería que le habían presentado en Bogotá. “Yo venía desecha de Brasil, había dejado de creer en muchas cosas y así tal cual se lo dije. “Mi mundo se derrumbó”, le insistía. “Siento que tengo que volver a unir pedazo por pedazo de mí misma. Me destrozaron ese mundo, pero yo voy a construir otro con materiales más nobles para que nadie los desbarate”.La respuesta de Meindl puso las cosas en su lugar: “Eso es, María Thereza: pinta el Amazonas”.Y ella, claro, pintó. Pintó mucho. Su gran serie sobre la selva amazónica la comenzó en 1979 y desde entonces, cada vez que puede, regresa a su selva, “porque no hemos terminado de arreglar nuestros problemas y esa selva sigue herida”.Antes de ese largo viaje, de ese regreso a las entrañas de la infancia, la artista había revolucionado el arte nacional con investigaciones que la dejaban a las puertas de nuevas soluciones de color y composición como los empastes y con el uso de técnicas y materiales de los que poco se hablaba: piezas en plazas sopladas de acrílico, resinas, fibra de vidrio y hasta polvo de mármol. “La obra de María Thereza Negreiros tiene exceso de seducción”, llegó a escribir Marta Traba, en 1961, en La Nueva Prensa de Bogotá, y la llamó “un caso excepcional de los pintores noveles” de la época. Fue la consagración.De ese rasgo de su trabajo se acuerda bien el maestro Mario Gordillo, quien piensa en la María Thereza Negreiros de esos tiempos, en la muchachita de no más de 25 años, de voz sedosa y dulce, que junto a los hermanos Lucy y Hernando Tejada y Jan Bartelsman diera vida al experimento artístico más inolvidable de Cali: el Grupo Taller.Gordillo la recuerda hoy como “adelantada a su tiempo en casi 50 años. Siempre la veías investigando, probando y usando materiales como el flexigas y pinturas sintéticas que en Colombia no se veían.Aún ahora, te asomas a sus cuadros y su propuesta sigue siendo fresca, no parece la obra de una artista mayor, son cuadros que parecen pintados por manos jóvenes”.Ella misma se describe como una “jovencita viejísima” de 82 años. Y sí, sabe que seis décadas atrás lo que hacía con su arte se antojaba como una ‘bofetada’ a lo ya establecido.Sus manos —porque en realidad prefiere pintar con sus dedos y la palma de sus manos que con pinceles— dieron vida a la serie ‘Alas de mariposa’ y a ‘Magia en la montaña’ inspirada en las lomas verdes de Colombia. En 1963, se asomó a una exposición de artistas informalistas españoles y lo que vio le ayudó a subir el volumen de su ‘rebeldía’ y sacrificar el color por la materia. Creó ‘Génesis’, serie para la que se valió de arena y piedras y que llegó hasta Washington. De nuevo sorprendió. De nuevo los aplausos. “Muchos pensaban que la fuerza de mi obra era el color, entonces fue como ponerme a prueba a ver si podía expresarme sin los elementos que me caracterizaban. Y lo pude hacer y además lo sentí”.En esas estaba cuando los años 70 le dieron la bienvenida y con ellos corrientes artísticas que la llevaron a interesarse por la figura humana, en cómo encararla de manera distinta. “La solución me la dieron unos muñecos de trapo que yo destrozaba y los armaba arbitrariamente. Lo mismo hice con mis ‘Ángeles’, que de ángeles no tienen nada”.Hasta que llegó el recuerdo de la selva, la bendita selva. Y con él su serie amazónica. Esa selva verde y florida, pero herida de muerte, que aún así intentaba sonreír con sus igapós, correntesas, ocasos, incendios, ríos y canaranas que Thereza retrató. Algunos creyeron que era arte político. Casi un manifiesto. “Y puede que sí”, cree Gordillo. “Ella, siempre adelantada, se interesó por los problemas de la selva cuando aún la ecología no era un tema de moda. Su pincel denunció y eso fue determinante.Uno no puede entender a María Thereza Negreiros como artista, ni su lenguaje, sino se asoma a esa gran apuesta que hizo por llevar la selva a su obra. Solo piense que ahora mismo no hay ningún artista joven interesado por contar lo que sucede en el río Dagua, que lo tenemos tan cerquita, y que se está muriendo por la fiebre del oro”.Éver Astudillo, otro maestro de las artes plásticas de esta ciudad y amigo de María Thereza, está seguro de que ella “resignificó la apuesta por el paisaje en las artes plásticas, le dio otro sentido a la necesidad de recrear un lugar y su entorno. Ese fue su aporte y ese será su legado”. Quizás esa rebeldía artística había quedado sedimentada desde los días del Grupo Taller. Astudillo recuerda que la artista brasileña, junto a los Tejada y Bartelsman, se reunían en una casona frente a la antigua estación del ferrocarril y otras veces más en un restaurante cercano, ‘La cáscara’.María Thereza había llegado al grupo gracias a Hernando Tejada, amigo de su esposo. “Cuando llegué a Cali recién casada, temí perder lo que había ganado en mis tiempos de estudiante en Brasil, donde tenía una vida intelectual muy intensa”, cuenta María Thereza. Pero pronto el miedo se fue. La Cali que la recibió vivía un ambiente de efervescencia cultural. Pedro Alcántara regresaba de Roma en donde había estudiando artes, Lucy Tejada había hecho lo propio desde España, Bartelsman había emprendido el viaje a la semilla desde Chile y Fanny Mickey ya también estaba alborotando a esta adormilada ciudad con sus festivales. “Al llegar me sentía muy sola, pero mi esposo me habló de un amigo bigotudo y chiquito, que resultó ser Hernando Tejada, que para entonces estaba haciendo los murales de la estación. Fue él quien me animó a pintar”. Y ella pintó, pintó mucho. Tanto, que esa selva de sus lienzos nos llenó para siempre de colores la memoria.

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