El libro que rescata a los seres anónimos de Tuluá
Que la función de quien escribe es darles voz a los que no la tienen. De eso está seguro el poeta Omar Ortiz que se dio a la tarea de fundar para su más reciente publicación, Diario de los seres anónimos, una región literaria habitada por los personajes que poblaron su niñez y juventud en Tuluá.
Que la función de quien escribe es darles voz a los que no la tienen. De eso está seguro el poeta Omar Ortiz que se dio a la tarea de fundar para su más reciente publicación, Diario de los seres anónimos, una región literaria habitada por los personajes que poblaron su niñez y juventud en Tuluá.
Ahora que se lo preguntan, Omar Ortiz recuerda que alguien le contó de la existencia de un libro maravilloso, escrito por un poeta estadounidense que consiguió la proeza de inventar un pueblo a partir de epitafios. Eran páginas que dialogaban con la muerte. Tejidas con historias de seres anónimos que dibujó a pulso de manera caprichosa, imaginando para ellos las pasiones, flaquezas, miedos y odios que los habitaron en vida.
Páginas que nos hablan, por ejemplo, de la hija de Willard Fluke. Aquí yace Lois Spears recita el poeta, mujer ciega de nacimiento, pero con un instinto tan infalible como la vista, como si tuviera los ojos en las puntas de los dedos. Nos habla del diácono Taylor; de la campesina Elsa Wertman; de Anne Rutledge, la amada de Abraham Lincoln; de Chase Henry, el borracho; de Penniwit, el artista; de Somers, el juez.
El libro se llama Antología de Spoon River y había salido de la pluma de Edgar Lee Masters, quien para entonces, comienzos de los años 80, no era un autor muy celebrado en estos lados.
Maravillado ante ese descubrimiento, Omar que también es poeta y desde muy joven se inclina como Lee Masters ante la rara y solitaria belleza de las inscripciones de las lápidas leyó no solo aquel libro sino que buscó pistas biográficas sobre ese escritor de Kansas hasta descubrir con sorpresa que había sido una influencia luminosa para autores como Faulkner, García Márquez y sobre todo Juan Rulfo.
Sin Spoon River no habría existido Comala, está seguro Omar. Lo que Rulfo encuentra en este libro es una manera de escribir muy cercana a lo que él piensa que es México: un país donde los muertos tienen voz.
Tampoco habría existido una antología poética que comenzó a escribirse una década más tarde, en Tuluá, cuando Omar Ortiz insistía en tener abiertas las puertas de la oficina de abogado con la que se ganaba la vida, mientras se obligaba a escribir versos en las horas muertas y las pausas de los trámites judiciales.
Es de ese libro que habla ahora, en una noche caleñísima, mientras bebe a sorbos breves un jugo de lulo, sentado en un café del centro de la ciudad. Se trata de Diario de los seres anónimos, editado por La Mirada Malva, que hace pocos días presentó en España y en Portugal y en la Feria del Libro de Bogotá.
Lo que Spoon River me ayudó a entender es que la mayoría de las personas somos todas un poco invisibles asegura Omar. Hay seres que siguen siendo anónimos a pesar de que tengan nombre. Para mí el anonimato no es carencia de una identidad. Es el hecho de que a uno no se la tengan en cuenta.
Aquella certeza acabó por hacerse más fuerte cuando tropezó con la obra de Henry Miller que, según Omar, a pesar de su pasión por los trópicos, encontró su verdadera valía en su aproximación a la gente sin voz, a los invisibles, especialmente en Pesadilla de aire acondicionado. Desde entonces he creído que los escritores tenemos un compromiso que no es político ni social, sino humano, con nuestro entorno: estar de parte de los que pierden siempre.
Omar Ortiz comenzó, pues, a fundar una región literaria que se parecía bastante a la Tuluá que lo recibió en la niñez, cuando llegó desde su natal Bogotá, y en la que se quedó a vivir irremediablemente una vez consiguió su título de abogado.
Ha sido este municipio el escenario de su experiencia vital como poeta. Tuluá es rica en anecdotarios de gente y de situaciones que me han contado y que yo mismo he repetido por años porque es así como transcurre la vida de los pueblos y Tuluá nunca dejó de serlo.
Por eso, esa geografía que inventó para que vivieran sus versos está poblada de seres ignorados, aparentemente anónimos, pero que para un tulueño de corazón como Omar Ortiz son los nombres de quienes, en parte, han escrito la historia de este pueblo grande.
Fue la cuna de Marcial Gardeazábal, el primer librero de que se tuvo noticia Tuluá, a comienzos del siglo pasado cuando la mayoría eran iletrado. El hombre solía importar libros desde Francia quizá para un comercio de fantasmas y por eso debía hacer parte de este libro, reconoce Omar.
En esas mismas páginas viven allí otros personajes como Isabella Zúñiga, una bella bailarina; Luis Enrique García, un poeta; Viglenisa y Teotiste Ruiz, dos matronas cuyo encanto no era otro que haber sido bautizadas con dos nombres del Siglo de Oro español; Agobardo Potes, uno de los comerciantes más prósperos y Lino Mora, que no solo creía que el teatro callejero iba a redimir al mundo, sino que era un socialista que profesaba un extraño amor por Cristo, al que llamaba el único comunista real.
Cada uno de los 56 poemas de este diario porta el nombre de un ser real. Algunos viven aún, otros ya no. Y algunos más confiesa Omar pueden caminar justo ahora por una calle de Tuluá ignorando que inspiraron algunos de estos versos.
Son, en todo caso, pequeños heroísmos que merecen que su historia sea contada. Es como decirle al mundo: aquí están ellos y valen la pena que se les conozca.
Fue la razón por la que la escritora peruana Sylvia Miranda, en la presentación del libro en Cervantes y compañía, en Madrid, sostuvo que el poeta tulueño esculpió cada uno de esos personajes no solo para darles una identidad sino para mostrarnos en esas vidas inpiduales algunas representaciones de nuestra humanidad. En ellos reconocemos a los justos de esta tierra, a los que pagan por pecadores, y mueren entre los ignorados a pesar que, como decía Borges, son los que están salvando el mundo.
Omar Ortiz prefiere seguir creyendo que Diario de los seres anónimos es una suerte de deuda saldada. La aceptación de ese compromiso del escritor de estar del lado de los que no tienen voz. Lo hace a su modo. Ensayando una nueva poesía. Transgrediendo. Incomodando. Pues se lamenta de la que escriben los jóvenes en Colombia, muy obedientes a lo que aprenden en la Academia; canónicos. Haciéndolo desde Tuluá, sí, porque ¿quién dijo que para ser escritor hay que vivir en París?.
POEMA
Héctor Fabio Diaz* Llevo encima el traje azul, la corbata naranja, la camisa que tanto le gusta a Margarita, la del 301, los zapatos negros, recién lustrados, una pinta de hombre, como dijo mi madre, después del último beso ritual de despedida. En la Kodak me tomaron la foto para la solicitud de empleo.Pero de pronto me empujaron a un auto, me pusieron dos armas en la cabeza y acabé tirado en una pocilga donde me preguntaban por gente desconocida. No señor, decía, y me pegaban. Sí, señor, respondía, e igual me pegaban. Duro, lo hacían, como si no tuviera carne, ni huesos, ni sangre, ni alma.Ya no tengo el traje azul, ni corbata naranja, ni puedo abrazar a Margarita. Ahora soy una desteñida foto que mi madre lleva a cuestas en plazas y desfiles. *Este poema de Omar Ortiz es símbolo de Magdalenas por el Cauca, que agrupa a madres que perdieron a sus familiriares en la Masacre de Trujillo.