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El difícil arte de hacer cultura en los barrios de Cali

Edificaciones de costo millonario que funcionan a media marcha; fronteras invisibles que les impiden a niños y jóvenes hacer uso de los centros culturales de sus comunas. El asunto no es halagador: los barrios quieren hacer cultura, pero en esta ciudad no siempre encuentran dónde.

2 de marzo de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros I Periodista de Gaceta

Edificaciones de costo millonario que funcionan a media marcha; fronteras invisibles que les impiden a niños y jóvenes hacer uso de los centros culturales de sus comunas. El asunto no es halagador: los barrios quieren hacer cultura, pero en esta ciudad no siempre encuentran dónde.

La promesa, repetían todos ese 31 de julio de 2010, era que la moderna edificación, que se extendía sobre 27 mil metros cuadrados, albergaría el primer centro de emprendimiento cultural de Colombia. Que por eso, allá en el barrio El Pondaje, había que estar dichosos, había que celebrar. Y celebraron, claro. Ocurrió al son de marimbas y cununos. Celebraban vecinos y aplaudían benefactores. Los fotógrafos que llegaron a dejar registro de la inauguración congelaron la sonrisa de la entonces ministra de Cultura, Paula Marcela Moreno, y el entonces alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, cortando la cinta tricolor que daba la bienvenida al Centro de Emprendimiento Cultural de la Comuna 13.El oriente caleño, pues, debía estar de fiesta: nacía una nueva oportunidad para esa otra Cali. No la de postal: la Cali pobre que alberga a más de 500 mil habitantes.La inversión del proyecto, según contaron esa tarde, fue de 1.872 millones de pesos para infraestructura y dotación. Es que el lugar tendría un moderno estudio de grabación para música y video, para que jóvenes de la zona pudieran grabar sus canciones y grabar y editar sus producciones audiovisuales.Este espacio, dijeron también, estaría apoyado por el programa Laboratorios Sociales de Cultura y Emprendimiento, Laso, promovido desde el Ministerio de Cultura. Y eso sonaba bonito. No había pierde. Había más razones para tanta dicha: una escuela de música del pacífico, una biblioteca con wifi y una sala de baile. Pero a cinco meses de cumplir apenas cuatro años de actividades, el alborozo de ese tiempo se convirtió en sinsabor para una parte de la comunidad. La obra, que en realidad acabó costando 13 mil millones de pesos, tras cuatro retrasos en la entrega (la edificación tomó 10 años de construcción), muy pronto comenzó a presentar deterioros evidentes, según la comunidad, debido a los materiales de mala calidad que se usaron en su fabricación.Quien lo denuncia es Guillermo Camacho, presidente de la Junta de Acción Comunal de El Pondaje. El hombre habla de que el agua con que cuenta el lugar no es potable; habla de paredes que se agrietaron, de goteras que caen por todos lados, de paredes con humedad, de manijas de lavamanos que no resistieron ni tres meses de uso y de una plancha completa de panel yeso que puso a prueba la honestidad de ingenieros y arquitectos y se fue al suelo.“Usted ve el centro cultural desde afuera y le ha de parecer bonito, pero solo es eso, una fachada. Por dentro se vive un deterioro que no se justifica cuando costó tanta plata”, se queja Camacho.Lo reconoce, de alguna forma, Enilse Muñoz, administradora del lugar, una gestora cultural que llegó al cargo en marzo pasado. Cuenta que hoy existe un proceso jurídico contra Timor, la firma constructora, pero que el problema nació desde que el Municipio recibió una obra “con 11 asuntos pendientes por reparar, entre ellos filtraciones, goteras y fisuras”.¿No debía esta obra, acaso, contar con un proceso de auditoría? ¿Cómo justificar una inversión millonaria en una obra que parece deshacerse como galleta? El pálpito de Enilse suena grave: cree que han dilatado los arreglos de “los pendientes” porque la póliza de cumplimiento vence cinco años después de entregada la obra. Y este año, ya lo advertimos, se cumplen cuatro desde aquel día en que celebraron con marimbas.Argemiro Cortés, ex secretario de cultura, resume la situación sin mayores rodeos: “Cuando se inaugura una obra de gran magnitud, tan costosa, no siempre se garantiza su sostenibilidad en el largo plazo. Lo que importa es mostrar que los gobiernos están invirtiendo en la comunidad, mostrar resultados, por eso la premura con la que se inauguran esos espacios”. La mala hora del Centro de Emprendimiento Cultural, en todo caso, se alcanza a advertir también de puertas hacia afuera: la maleza crece a su antojo, las paredes están llenas de grafitis y un teatrino contiguo, que debería ser el espacio natural para la presentación de grupos artísticos, ya perdió cinco de los reflectores que servían para iluminarlo y solo es aprovechado “por los feligreses que no caben dentro de la iglesia del barrio y se hacen allí para escuchar la misa”, dice Guillermo. No es lo único, sin embargo, que preocupa a los vecinos. Quien habla ahora es Libia Catacolí, coordinadora del comité de cultura. Su queja resume el sentir de buena parte de los habitantes del sector: que “a pesar de que se trata de un centro cultural cuya creación fue impulsada por la propia comunidad, pues nació en un consejo comunitario del expresidente Uribe, hoy lo que sucede allí se desarrolla a espaldas de nosotros. No se nos comunican las actividades, no se nos invita a proponer actividades y el lugar solo funciona diez meses del año”.Se quejan también los artistas. Luis Eduardo Zambrano, director del Ballet Folclórico del Valle, grupo que creó desde hace 14 años y que ensayó hasta hace poco en el centro cultural, dice que se cansó de esperar que se adecuara el gran salón de baile del que se habló el día en que la ministra cortó la cinta. Según el bailarín, en varias oportunidades reclamó la adecuación de la sala con espejos, barras y pisos de madera “para poder formar bailarines profesionales”. A cambio de eso, relata, muchas veces debió, en compañía de sus alumnos, dedicarse a asear el lugar e incluso lavar los baños antes de sus ensayos.Enilse, la administradora, niega los reclamos y prefiere hablar de logros: que en estos años 635 muchachos no solo del oriente, sino de toda la ciudad, pertenecientes a unas 150 agrupaciones, se han capacitado en producción de sonido y hoy pueden grabar sus trabajos discográficos.Que la capacitación incluye la creación de un plan de negocios para que esos jóvenes puedan desarrollar proyectos productivos. Que muchos ya lo han logrado. También que el centro cultural alberga una biblioteca generosa, con cerca de 3 mil títulos, 260 de los cuales pasan de mano en mano entre los niños, cada vez que asisten a las jornadas de promoción de lectura. Muy cerca de allí, en El Vergel, José Edwin Quintero, a quien todos en ese barrio llaman ‘Cusi’, piensa en aquello de que ese edificio es para beneficio de toda la Comuna 13. Para el suyo y el de su ‘parche’. “No es cierto”, asegura sin titubear. “Alguna vez lo pedí prestado para el ensayo de uno grupo de ‘break dance’ y simplemente dijeron no. Y no insistimos. Preferimos cerrar alguna calle para ensayar, mejor así”, dice.Mejor así, agrega, para evitarse líos. Para evitar cruzar las temidas fronteras invisibles que la violencia de las pandillas ha ido dibujando silenciosamente y con lápices de miedo en el Distrito de Aguablanca. Y allá son muchas: Los Maniceros, Los Tatabrera, Los Calvos, Los Piolos, La Favela, Los Lecheros.La cosa es simple: llegar hasta El Pondaje, desde El Vergel, implica atravesar casi ocho barrios. Ocho barrios de una comuna, la 13, considerada una de las más violentas de Cali. O a lo sumo tomar un bus para hacer el recorrido. Pero aquí, donde la pobreza es tan democrática, los $1.600 que vale el pasaje son una verdadera fortuna: eso cuestan un par de huevos y media libra de arroz con los que se puede aliviar la urgencia del almuerzo de una familia.La Policía y las autoridades de la ciudad quizá no lo saben, pero ‘Cusi’, con gusto, se los explica: la violencia callejera, el puñal en alto, las fronteras invisibles, no solo dejan muertos: también centenares de muchachos que se privan, por físico terror, de ir a un centro cultural porque temen, si es que llegan, no poder emprender el camino de regreso.****Y eso no sucede solo en el oriente, solo en el Distrito. Lo sabe Blanca Lucía Gil, líder del barrio Villa del Mar, que hace parte de la Comuna 1, en plena ladera de Cali.El suyo, explica, es un barrio intermedio en la loma que coronan los barrios Patio Bonito y Vista Hermosa, justo donde se alza el Centro Cultural de esa comuna, que nació en diciembre del año 2000.Como todos los demás espacios de este tipo en la ciudad, su mayor fortaleza está en una biblioteca, que trabaja en la promoción de la lectura y la escritura en niños, jóvenes y adultos mayores.Ha hecho otros esfuerzos, como conseguir la dotación de una sala de cómputo que busca acercar la internet a la comunidad de un sector donde la cobertura digital es mínima. En 2013 lo lograron, según Yolima Pipicano, la administradora del lugar. Hoy esa sala cuenta con 15 computadores portátiles que, sin embargo, no han podido ser usados por los vecinos porque la sala aún no está lista. Faltan recursos y no hay cómo conseguirlos. Para Blanca Lucía, obstáculos como este son mera anécdota: “El problema, el gran problema, es que el lugar solo beneficia a esos dos barrios. Porque los muchachos que viven en la parte de abajo de la comuna no se llevan bien con muchos de los que viven en la parte de arriba. Entonces hay fronteras invisibles. “Uno qué va a subir allá”, dicen muchos de ellos. Así que mejor desarrollen su arte en los parques o en las canchas de baloncesto, uno se siente más tranquilo”. Una situación similar se vive en el centro cultural de la Comuna 20, que desde hace 14 años funciona en Brisas de Mayo y que, además de ocuparse de ofrecer programación cultural permanente a 11 barrios más, ha puesto también el foco en cómo ayudar a esos chicos que crecen sin control y acaban enrredados en delincuencia y pandillas.La situación es feroz. Lo cuenta a su modo Bray Fernanda Jiménez, la directora. Dice que fue tanto el acoso de la violencia, que este año arrancaron con un proyecto en el que 60 muchachos, de esos que llaman ‘vulnerables’, aprenden cómo crear proyectos de vida que les ayuden a encontrar caminos distintos a las balas y el puñal.No ha sido fácil. “La mayoría de los que asisten deben llegar al centro cultural escoltados por la propia Policía para evitar ser atacados”. Y eso sucede en un espacio cuya fachada se cae a pedazos. Cuenta Bray Fernanda que desde que fue puesto en servicio no ha recibido mantenimiento una sola vez, “pero esa es una de las metas de este año”. Es que en los centros culturales de los barrios populares se hace lo que se puede. No siempre lo que se quiere. La directora desearía un tercer piso para poder desarrollar más actividades y más computadores para sean muchos más los niños y jóvenes que aprovechen la internet que se presta por turnos de 15 minutos.Mientras lo logra, seguirá sucediendo lo que ahora: solo hay 14 para una comunidad que ronda los 100 mil habitantes, de los cuales el 60% son menores de edad en etapa escolar. La división es fácil: cada computador, en teoría, es demandado por 4.300 estudiantes. Pero Bray Fernanda tiene fe. También Guillermo. Y Enilse. Y Blanca Lucía. Sabemos de sobra que para tener fe no se necesita una millonaria inversión.

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