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Leandra, en uno de los ensayos de Incolballet, donde se ganó a pulso el honor de ser una de las solistas. | Foto: Marcela Martínez / Especial para El País

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Cuando bailar puede salvarte la vida

Es la segunda de tres hermanas, perdió a su madre, fue abandonada por su padre y se enfrentó a los médicos que, tras una lesión, le dijeron que jamás podría volver a danzar. Leandra, a pesar de todo, se convirtió en solista de Incolballet y los días 18 y 19 de agosto la veremos brillar en ‘Pasos perdidos’.

23 de julio de 2017 Por: Yefferson Ospina / Periodista de Gaceta

Quizá lo que intentó doña Patricia Rodríguez con Leandra, su segunda hija, fue cumplir todo aquello que no pudo para sí misma.
Ella, doña Patricia, amaba bailar y asistía a esas discotecas en las que uno se encuentra hombres vestidos con zapatos blancos y pantalones de botas anchas y, ante todo, había soñado. Según le contó a Leandra, soñaba convertirse en una de las bailarinas principales de alguna orquesta de salsa. Viajar. El escenario.

No lo logró porque al final las vicisitudes de la existencia, el amor que todo lo tuerce o lo endereza, la llegada de los hijos, en fin, la vida, le impuso otros caminos. Doña Patricia se convirtió en agente inmobiliaria, se casó, tuvo tres hijas: Leandra, la del medio; Paula Andrea, la primera y Laura Isabella, la última.

A Leandra, acaso por heredar un destino, también le gustó el baile, así que doña Patricia la inscribió en la Liga de Gimnasia Rítmica cuando tenía 9 años y, cuando tenía 13, fue quien la llevó hasta la sede del Instituto Colombiano de Ballet Clásico. Entonces le dijo algo como “¿Qué tal que usted se convierta en bailarina profesional, de esas que van a Francia y esas cosas, y salen en televisión y se presentan en los teatros?”. (Es difícil no imaginar a la chica tímida, delgada, con esa indiferencia adolescente que veces resulta un poco exasperante, y a la mujer con su vestido de domingo o sábado por la noche y la mejor cartera y los mejores zapatos de camino a la cita).

Aquello ocurrió un día cualquiera de 2004. Cuatro años después, luego de meses difíciles en que Leandra no entendía nada de lo que se le enseñaba en Incolballet, de esos días atroces en los que una de sus profesoras le dijo que jamás en su vida lograría ser una bailarina profesional y llegó a casa llorando a decirle a su madre que no volvería; después de demostrarle a aquella maestra que se equivocaba e incluso cuando ella misma ya podía soñar con eso que su madre soñaba, el 10 de julio de 2008 doña Patricia murió.

“Yo recuerdo que todo empezó un sábado en la mañana. Ella se metió al baño y luego nosotras la encontramos desmayada. La llevamos a la clínica y resultó que tuvo un aneurisma. Sobrevivió pero quedó muy mal y a los dos días murió”.

Tres meses después, en noviembre, Leandra estaría recibiendo su diploma como bailarina de Incolballet.

***

En vano uno podría tratar de describir o explicar lo que significa la muerte del padre o la madre, o de ese ser que por alguna razón es padre o madre, o los dos. En vano. Hay asuntos cuyo destino es existir por fuera de la literatura - o el periodismo– y están reservados solo a la experiencia.

Leandra lo recuerda como un transitar por las márgenes de un abismo. No lo dice de ese modo, cuenta otras cosas que, ahora, mientras las ve en perspectiva, la hacen pensar en eso: en lo cerca que estuvo de dejar todo tirado y, digamos, irse a trabajar en un restaurante o algo parecido.
No es gratuito. Meses antes de que su madre muriera su padre se había ido a España a buscar un mejor trabajo. Cuando se enteró de la noticia regresó, les dijo a sus hijas -Leandra tenía 17 años, Paula 20 e Isabella 7– que él les ayudaría y tres meses después no volvió a darles un solo centavo, de modo que ella y sus dos hermanas debieron empezar a trabajar en un pequeño restaurante que su madre tenía en el barrio Fray Damián, pleno centro de Cali.

Leandra no había terminado sus estudios en Incolballet, en donde también estaba su hermana menor mientras que Paula cursaba segundo semestre de Derecho.

Las cosas –dice Leandra mientras suelta una exhalación profunda– fueron más que difíciles: las tres madrugaban para atender el restaurante y antes de las dos de la tarde salían en una pequeña moto hacia Incolballet -al otro lado de la ciudad, en la vía a Jamundí-, para después regresar en la noche a hacer las cuentas, lavar los platos y disponer todo lo del día siguiente.

Fue difícil, demasiado. En noviembre de 2008 se graduó de Incolballet y en 2009 entró a formar parte de la compañía de baile. Ya no era una estudiante sino, digamos, una profesional. Tenía un salario, algo menos de un mínimo, pero tenía que seguir trabajando en el restaurante con su hermana y atender a la pequeña. Fueron cinco años, aunque decir “cinco años” es decir poco: había subido de peso y tenía problemas en la compañía y el cansancio, la ausencia de la madre se volvieron demasiado duros. “Quería dejar la danza y dedicarme solo a trabajar y ya. Pensaba que igual con eso podría vivir porque el restaurante estaba creciendo. Pero ahí estaba mi hermana, diciéndome siempre: ‘No vas a dejar tu carrera por nada. Yo no voy a dejar que dejes de bailar’”.

Entonces ocurrieron cosas, especies de señales. A pesar de que su peso no era el ideal para seguir haciendo ballet, en 2010 ganó un curso de verano de danza clásica en Atlanta, EE. UU. Estuvo dos meses, le ofrecieron hacer parte de un grupo en esa ciudad, le ofrecieron mil dólares por mes. Decidió regresar por un asunto filial: su hermana menor todavía era muy pequeña y no podía dejarle la responsabilidad de su cuidado completo a Paula. Así que regresó a la vida que había dejado por dos meses: el restaurante en la mañana, los ensayos en la tarde, el restaurante de nuevo en la noche y otra vez la ausencia de la madre, el peso que no era el que debía tener, los deseos de dejarlo todo tirado.

Y todavía faltaba algo más, un poco más. En 2011 Leandra estaba ensayando para una presentación del ballet Carmina Burana. Una de las figuras que realizaba consistía en ser sostenida por su compañero, estirar una de las piernas y luego dar un giro en el aire para caer de nuevo en las manos del bailarín.

En uno de los ensayos su acompañante de coreografía no la pudo sostener y, luego de realizado el giro, la dejó caer. No fue estrepitoso, fue solo una mala caída sobre su pie izquierdo. Ella sintió el dolor, siguió bailando y tres o cuatro minutos después no pudo continuar. Luego tuvo el diagnóstico: necrosis en el sesamoideo. La gravedad de la lesión disminuía a muy pocas las probabilidades de volver a danzar. Fue otra etapa, otra forma de sus aflicciones: primero hizo terapias que funcionaron poco, luego intentó cambiar de médico. No podía tolerar que insistiera en que era probable que no volviera a bailar, o en que era improbable que caminara normalmente otra vez.

Debió instaurar una tutela, al fin pudo acceder al cambio de doctor, aunque con este las cosas no cambiaron: le dijo que debía operarla, extirpar el hueso, que ya no podrá caminar sin un leve desfase, que perderá la igualdad en el movimiento de las piernas. Debía olvidarse del baile, dijo.

Ella decidió operarse y, en secreto –la idea de dejarlo todo se acrecentaba, pero lo del baile era una urgencia de su ser– acudió a terapias con un fisioterapeuta personal, amigo de su hermana. Seis meses después estaba caminando de nuevo, sin dificultad y viendo, con cierto placer, el desconcierto de su doctor. Pero dejó de bailar durante seis meses: había ganado más peso, sus piernas no eran tan delgadas como se requería y sus músculos habían perdido fortaleza.
- Y eso qué significaba para ti – pregunto.
- Significó que yo dije: esto se acabó. Ya no voy a poder bailar más.
Pero sí pudo. Hoy, Leandra Concha Rodríguez -prefiere que la llamen Leandra Rodríguez– es una de las bailarinas solistas de Incolballet y hace dos meses fue invitada especial para hacer parte del ballet de Magdeburgo, Alemania.

***
Leandra es delgada, 26 años, poco más de 1.70, ojos ovalados, piel morena. Belleza evidente. La veo ensayar en uno de los salones de Incolballet junto a dos de sus compañeros la obra ‘Pasos Perdidos’, que presentará entre el 18 y 19 de agosto en el Teatro Jorge Isaacs.
En sus costillas derechas lleva tatuada la firma de su madre con unas aves, “en crescendo”, dice, y en su pie izquierdo lleva tatuado su nombre.

Hay un cierto aire de suavidad en toda ella, incluso de fragilidad, como si su figura no correspondiera a la que describe su historia.
Mientras ensaya realiza los movimientos normales de una bailarina de ballet, movimientos imposibles para, digamos, usted que lee y yo que escribo.

Es un ensayo cualquiera, una tarde cualquiera y, sin embargo, cuántas lágrimas y durezas y cuánta obstinación y fuerza para llegar a esa tarde.
- ¿Y qué pasó después de la cirugía, cómo es que estás ahora bailando? –pregunto.
- Fue difícil y yo tenía mi ánimo por el piso, porque esa era una lesión realmente grave. Solo le pasa al 1 % de los bailarines, y yo hice parte de ese 1 %. Era como si yo hiciera parte de ese porcentaje de gente al que le suceden todas las cosas más complicadas.

Yo asiento cuando me dice esto y, una vez la veo reír, lo hago también. Pero después de la cirugía aparecieron de nuevo sus hermanas, sus tías, Hilda y Silvia, su madrina Carmen Cecilia, y la maestra Aurora Bosch -quien fue una de las mejores bailarinas del mundo -, el maestro Gonzalo Galguera, su amigo Juan Pablo Trujillo y la propia maestra Gloria Castro. Ella empezó a hacerlo de a poco: el gimnasio y la dieta para bajar de peso, los ensayos individuales por no estar al nivel del resto de la compañía.

Luego llegaron más señales: varios amigos la convencieron de que tratara de buscar espacio en alguna compañía de Perú y decidió viajar en 2015. Allí la invitan a ‘Danzando en América’, uno de los concursos de baile más importantes de baile del continente y de nuevo le ofrecen una compañía para que haga parte de ella.

“Me dijeron que solo tenía que bajar unos cuantos kilos, pero que eso era lo de menos, porque el talento lo tenía”. Pero regresó, de nuevo, por sus hermanas. “Ya habíamos cerrado el restaurante y yo seguía teniendo esa necesidad de estar junto a ellas, sobre todo porque sentía que no nos podíamos dejar solas”.  Regresó, fue aceptada de nuevo en la compañía de Incolballet y empezó a hacer parte del tercer elenco. Algo así, lo dice ella misma, como ser el tercer arquero de un equipo de fútbol. “Sabes que tienes que entrenar y sabes también que es improbable que puedas bailar. Pero el asunto es ese. No importa dónde estés, tienes que entrenar, tienes que esforzarte por dar lo mejor. Yo ya estaba en un punto en el que sentía también que o bailaba y luchaba por esto, o sencillamente me iba a abrir un asadero de pollo. Y me dije que después de tanto no podía rendirme”.

En septiembre de 2016 realizó una de las evaluaciones que hacen periódicamente en la compañía para ver el estado de los bailarines y entregar ascensos y descensos. “Yo la hice y me escogieron como solista. No sabes lo que eso significó. Todos queremos ser solistas, ser los más destacados y bueno, por fin sentí que las cosas estaban fluyendo”.

- Y ahora, ¿seguís soñando?
- Sí, claro. El año pasado fui invitada a Alemania. Fue maravilloso ver el nivel de sus bailarines, ver que todo el tiempo están en temporada, presentándose en todos los teatros, aquí, allá. Sueño con eso.
- ¿Qué es la danza para vos?
- No sé muy bien cómo explicarlo. Es algo que llena mi vida de sensaciones inexplicables. Lo mejor es que en el baile puedo escapar un poco de la realidad de la vida. Es como una fantasía. Más ahora que ya no tengo a mi mamá me hace pensar que ella, me hace pensar en todo lo que ella misma quiso bailar. Me hace feliz, muy feliz, hacerle un honor a mi madre, a mi manera, danzando. Pero no puedo negar todo lo que me ha costado, todas las lágrimas que me ha sacado mi carrera.

***
La veo de nuevo ensayar junto a dos de sus compañeros. No hay nada de escandaloso en su historia. Es básicamente una épica silenciosa de lo cotidiano, de las luchas diarias de una persona como cualquier otra que atraviesa por las brutalidades que la existencia trae consigo, con una salvedad, claro, una definitiva salvedad: la tozudez, la fe para sobreponerse, para hacer parte del 1 % al que se le rompe un hueso del que ni se sabe su existencia pero también de ese porcentaje mínimo que es capaz de superarlo.

Es una historia en cierto sentido calcada de los griegos, pero en un barrio de Cali: una chica que lo pierde todo -la caída del héroe-, que se levanta y cumple después un destino que su madre apenas había anunciado.

- ¿Qué diría tu madre al verte ahora?
- Creo que se sentiría muy orgullosa de mí -dice Leandra sin alardes, con una modestia que no tiene nada de falsa.

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