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Crónica: Nairo, el gran dueño del trono rosado de Italia

La fiesta en Trieste tuvo banderas, nostalgia y champaña, en medio de un fin de semana en que los italianos también tenían mucho qué celebrar.

2 de junio de 2014 Por: Víctor Diusabá Rojas - Colprensa / El País

La fiesta en Trieste tuvo banderas, nostalgia y champaña, en medio de un fin de semana en que los italianos también tenían mucho qué celebrar.

A las cinco y ocho minutos de la tarde de este domingo de gloria y de Trieste, Nairo Quintana cruzó la meta, en la ancha y generosa Vía Unita Italia. Un minutos después, a las cinco y nueve minutos de la tarde, también de Trieste, un aguacero macondiano cayó sobre la misma calle y la plaza de al lado, llamada igual: Unita Italia. Era la segunda tempestad de las últimas semanas: La otra había caído durante varios días y no precisamente del cielo. La habían desatado sobre el Giro el mismo Quintana, junto a Rigoberto Urán, Julián David Arredondo, Fabio Duarte y los demás ciclistas colombianos. Esos mismos que se llevaron en sus alforjas todos los premios de la carrera, o casi todos, para no exagerar. Pero ahora llovía duro y la gente, que había 'chupado sol' durante todo el día en la explanada, frente al podium, echaba a correr. No toda. Quedaba el medio millar de paisanos de los vencedores que agitaba las banderas, para espantar el chubasco y traer la fiesta. Tres horas antes, ellos, los invitados a la ceremonia de coronación, fueron llegando de a pocos. Todos traían algo que los identificaba como nacionales. La mayoría, gentes humildes, como Nairo, que dejaron hace años el país atrás para buscar una oportunidad. Carolina fue profesora en un importante liceo de Bogotá. Conoció a Roberto, un panadero italiano. Se casaron y viven cerca de Trieste. Ambos tenían motivo para celebrar. Y las birras se les notaban a leguas. Ella, por Nairo. Él también. “Me siento colombiano”. Pero había una razón más. Este lunes es la fiesta nacional de Italia, la fiesta de la república. Por eso, es ‘puente’. Ellos, y el gentío que hizo del centro de la ciudad una convención sin una plaza libre, más el Giro, que daba vueltas y vueltas al circuito por las calles de esta capital regional de la Julia, miraban al cielo. Nueve aviones de la fuerza aérea italiana bañaban el aire con los colores de la bandera (verde, blanco y rojo) y la estela se quedaba ahí, como queriendo no evaporarse, para contagiar a los de abajo de ese sentimiento que traen consigo las conmemoraciones nacionales. Y los colombianos ahí, quemando tiempo por los alrededores. Poniéndole una veladora a San Antonio Milagroso, en su iglesia con cara de catedral estilo neoclásico, “para que le guarde la espalda a Nairito, es que esto, como dicen los locutores, no termina sino hasta que termina”, dice Miguel Ángel, uno de ocho colombianos que se vino a ver la carrera. San Antonio, en lo suyo. A la entrada del templo, como desde 1828, cuando decidieron construirla. O en guardia contra el cólera, en la epidemia del 48 del mismo siglo. Y Nairo allá, dando vueltas y vueltas, cada vez más rápido, porque el lote decide ponerse serio y se deja de andar de celebraciones. Y el conteo regresivo de los kilómetros en los que visten de amarillo, azul y rojo. Faltan 66 kilómetros, 65, 61, 59… Entonces, hay tiempo para devolver el reloj del ciclismo nacional, aunque todo en el entorno parezca italiano: los aviones que pintan el cielo; los hinchas locales que sacan pecho por Fabio Arú; el himno nacional que ponen los animadores y al que sucede la voz de Pavarotti, quien entona ‘Vinceró’ y saca lágrimas en algunos; incluso en ese crucero de pisos y pisos de alto en el que se lee ‘Aída’, fondeado en el puerto. Y Guillermo López, ciclista aficionado en los tiempos en que Fabio Parra compartía su prestigio y sus conocimientos con universitarios gomosos, echa a recordar todos esos nombres que quisieron subirse en un pódium como en el que dentro de un rato se va a subir Nairo, y no parece acabar… Arranca con el Zipa Efraín Forero y con Ramón Hoyos. “Se les debe mucho, ellos enseñaron a correr a generaciones enteras, en caminos de herradura”. Sí, es cierto. Eran etapas que comenzaban en la mañana y se iban hasta que llegaba el último. Horas y horas después. Y Carlos Arturo Rueda C. narrando con maestría lo que era inenarrable. Y poniendo apodos que acababan con los nombres. Y el salto en el tiempo de López, el aficionado y ahora historiador, para recordar a Roberto ‘Pajarito’ Buitrago’; al ‘León del Tolima’, Pedro J. Sánchez; a Rubén Darío Gómez, ‘El Tigrillo de Pereira’; a Luis H. Díaz, el campeón eterno de las metas volantes; a Álvaro Pachón Morales, a quien no le cupo apodo, pero sí prestigio. Y, claro está, “al papá de todos, el más grande de esa época y de muchas, Martin Emilio `Cochise’ Rodríguez, y otro paisa que uno no puede olvidar, Javier ‘El Ñato’ Suárez”. Ahora faltan 36 kilómetros y la Plaza Unita está llena hasta las banderas, esas que van desde la primera fila hasta tocar, al otro lado, una calzada de la avenida por la que pasa la caravana. Queda tiempo aún para el rosario ciclístico de López. “Miguel Samacá, ‘Don Coraje’; Rafael Antonio Niño, ese monstruo que ganó la Vuelta a Colombia como novato. Y cómo olvidar a Patrocinio Jiménez, el colombiano que demostró en Europa lo que era subir, como ahora mismo lo hace Nairo”. Suena música digna de discoteca y la multitud se lanza al ruedo del baile. Dos escapados, un noruego y un canadiense, pasan inadvertidos en la pantalla gigante, pero en cuanto las cámaras oficiales capturan la imagen del pelotón, los italianos corean a Arú y los colombianos a Nairo y a Urán. López sabe que el tiempo de la nostalgia se agota y entonces echa en un solo saco más nombres ilustres: “Alfonso Flórez Ortiz; Martin Ramírez, ‘El Negro’, le ganó una contrarreloj a Bernard Hinault (lo dice con tanta propiedad que más vale creerle); `Lucho’ Herrera (se emociona como si lo tuviera ahí, al lado); Fabio Parra; ‘Tomate’ Agudelo; Francisco `Pacho`Rodríguez; Álvaro Mejía; , Santiago Botero, quien cambia en mucho la percepción de que solo somos escaladores; Soler, ese muchacho que ojalá vuelva; y estos de ahora, todos, van a ser grandes, como ya lo son Nairo, Urán y ‘Bananito’”.  Hay que cortarle viaje. Ya vienen en la última recta. Unos tipos se lanzan tras la etapa, pero todos en la plaza, colombianos y no, buscan allá atrás a Nairo. Una señora dice que no lo ve. Y en ese instante, como si San Antonio la estuviera escuchando, las cámaras muestran a Quintana, abrazado desde su bicicleta con Igor Antón, el español. Entonces, casi todos gritan y lloran de emoción. Sí, ¡es campeón!  Vienen, en cadena, el aguacero, la familia de Nairo que pasa por entre la gente bajo un improvisado palio que le hacen muchachos de la organización con una carpa; luego Arú sube al pódium y los italianos, felices. Y ya casi. Ahora, Rigoberto Urán. Lo reciben con ovación y le dan una más ahora que destapa la champaña y acaba de mojar a la concurrencia. Y la coronación. Nairo aparece. Se ve raro con la camiseta de su equipo, parece que llevara la de entrenamiento. Ah, es que ahora le ponen la rosa de campeón. Ahora ya no llueve, mucha gente de la que se había ido vuelve a la plaza. Suena el himno nacional de la república de Colombia, dice el animador. Suena y llueve, lágrima pura, mientras tres pancartas con los colores del tricolor se juntan para hacer una frase, pintada sobre ellas: “El Giro de Italia se viste de ruana”.  Nairo vuelve a escena, ahora para ser reconocido como el mejor joven. Más champaña, más papelitos, más vivas. El domingo comienza a llegar a su fin. Él campeón se va con la familia. Nosotros, aquí, y ustedes, allá, nos quedamos con esa sensación de otro de esos domingos de ciclismo que saben a gloria. 

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