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Una de las caricaturas que acompañan al libro. | Foto: Especial para El País

COLOMBIA

Lecciones de histeria de Colombia, un libro para ver nuestra historia con humor

Este es el primer capítulo del libro en que Daniel Samper Pizano aborda con un agudo y ácido sentido del humor las gestas de la Independencia.

5 de agosto de 2019 Por: Daniel Samper Pizano / Especial para El País

Capítulo 1 : Los precolombinos

Los indígenas que habitaron nuestro territorio se caracterizaban porque tenían nombres de hotel : Bochica, Bachué, Sindamanoy, Nutibara, Sugamuxi… Uno, que quería ser el jefe de todos, llegó a ponerse nombre de municipio : Calarcá. Y otro se distinguió como atleta, hasta el punto de que todavía se habla del salto de Tequendama.

Hablaban dialectos muy raros. Para que se den una idea, el león que llora se decía nemocón; y crepúsculo se decía fusagasugá. Ahora bien, nadie ha visto un león llorando, como no sea León de Greiff. Pero así eran los chibchas o muiscas, que tal era el nombre genérico de la tribu que habitaba la altiplanicie central del país. Los chibchas tenían un jefe al que le decían el zipa, y otro al que denominaban el zaque. Cuando el zaque gobernaba apoyado por un pequeño y corrupto grupo se le llamaba zaque de banda. Pero cuando era estadista de altas miras se le conocía como el zaque de meta. Más de un zaque demostró que le importaba poco lo que pensaran sus súbditos. En ese caso lo llamaban el lenguazaque.

Aunque los dialectos primitivos de los muiscas han desaparecido casi por completo, todavía hoy es posible encontrar algunos locutores deportivos, publicistas y columnistas de prensa que hablan más enredado que ellos. ¿Han escuchado ustedes una pelea de boxeo narrada por un cienaguero? ¿Han asistido a la presentación de una campaña publicitaria? ¿Han leído ciertos análisis económicos en las páginas color salmón y color bocachico?

A diferencia de los habitantes de Detroit, los chibchas preferían la agricultura a la industria automotriz. Tenían buenas razones para ello. Por una parte, fueron los inventores de la papa criolla. Y, además, los descubridores de la chicha, para cuya fermentación resultaba indispensable cultivar el maíz.

Pero como el cultivo de maíz era una labor dura, los chibchas se tomaban sus chichas cuando iban a sembrar o recoger el maíz que les permitía preparar su chicha. Muchos antropólogos murieron alcoholizados tratando de averiguar qué fue primero entre los chibchas, si la chicha para sembrar el maíz, o el maíz para preparar la chicha. En 1948 el ministro de Salud resolvió solucionar el problema prohibiendo la chicha. Y gobiernos posteriores acabaron con el maíz. Total, ya no hay chicha, ni maíz, y cada vez van quedando menos chibchas.

Los chibchas creían en extraños mitos: creían que cuando uno se muere necesita que le pongan comida para no volverse a morir de hambre en el camino hacia la otra vida; creían que un viejo de barbas había liberado las aguas del lago de la sabana de Bogotá, sin licitación pública ni comisión a la junta; creían que Nemqueteba era un hombre sabio que había llegado de un reino lejano y les había dado las leyes, les había enseñado a tejer y había creado un premio de televisión; creían que la administración de impuestos devuelve a los contribuyentes el dinero que han pagado de más.

La primera de estas creencias está macabramente documentada en el Museo Nacional, donde, en urnas selladas, herméticas y transparentes, reposan los restos de varias momias chibchas. Todas ellas aparecen acompañadas por mochilas donde hay maíz, papas, cubios, chisguas, refajo y otras delicias para un cocido eterno. No quiero aventurar ninguna hipótesis metafísica, pero desde que tenía ocho años acudo periódicamente a observar las momias del Museo y puedo asegurar dos cosas: que las raciones de las mochilas han disminuido, y que las momias se ven cada vez más saludables. ¿Tendría acaso razón el mito de los chibchas?

Pueblo pacífico, laborioso y callado, los chibchas no construyeron grandes monumentos, como los mayas; ni conquistaron naciones, como los aztecas; ni fueron duchos en astronomía, como los incas; ni se distinguieron por el trazado de sus caminos y acueductos, como los tayronas; ni protagonizaron grandes hazañas de guerra, como los caribes. Pero dejaron a la posteridad algo que iría a marcar la historia de Colombia durante buena parte del siglo XX: el turmequé, o tejo. Sin este juego habría sido imposible la política liberal y no habrían llegado a ocupar altos destinos ciertos personajes que veremos algún día en lecciones posteriores, como Jorge Eliécer Gaitán y Julio César Turbay.

Es más: posiblemente ni siquiera habrían existido. Una inquietud inevitable que surge cuando se recuerda el invento del turmequé es la siguiente: si el tejo se juega con un instrumento de hierro que hace estallar una papeleta de salitre, azufre y carbón cuando embocina, ¿por qué sostienen los antropólogos que los chibchas no conocieron la pólvora?

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