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El personaje creado por Miguel de Cervantes no solo vive en su obra capital, otros autores siguen retomando a Don Quijote para inventarle nuevas aventuras. Este cuento es una de esas variaciones. | Foto: Foto: Afp / El País

LITERATURA

Lea 'Anécdota apócrifa del Quijote y un ladrón', un cuento de Edgar Cuero Córdoba

Cuento. El personaje creado por Miguel de Cervantes no solo vive en su obra capital, otros autores siguen retomando a Don Quijote para inventarle nuevas aventuras.

26 de abril de 2020 Por: Edgar Cuero Córdoba, especial para Gaceta

Don Hermenegildo de Uñis, un hombre de carnes fofas y alcalde retirado del villorrio Los Tres Caminos, cuenta la historia al ser invitado por algún paisano, normalmente un forastero, a tomarse unos buenos vinos del alambique camuflado del dueño de la taberna. Seis tragos bastan para que suelte la lengua: “En esta aldea todos callaron, pues ya lo tenían por loco. Nadie dijo ni lo señaló de asesino cuando mató a un ladronzuelo que llegó robándole las medias amarillas, lavadas y tendidas bajo los rayos del sol a secar. Don Quijote así era su gracia y todos lo llamábamos con ese nombre sin necesidad de llamarlo dos veces. Don Quijote pintaba para abuelo apacible, seguramente el destino no lo premió, no dio vástagos ni herederos de vástagos”. Aquí don Hermenegildo hizo una pausa en cuanto a la historia y bebió un trago largo y lento de vino. “En los días de verano a las ocho de la tarde cuando el sol se negaba a partir, Don Quijote se sentaba frente al marco de la ventana con un tabaco escandaloso en humo aferrado entre los labios, una botella de vino agridulce le refrescaba el guargüero y un pedazo de tocino mantecoso matizaba el sabor de todos estos ingredientes”.

Don Hermenegildo con su cuerpo y sus brazos gordos configuraba la historia con gestos y movimientos bruscos: “El crepúsculo anaranjado se batía en el firmamento y un leve polvo caminaba sobre las piedras del camino y las flores de los olivos soltaban sus pétalos al aire. El ladronzuelo casi arrastrándose semejaba a un gato pícaro con su botín amarillo entre sus manos. Don Quijote lo vio pasar frente a su ventana, el ladrón se amparaba en el leve resplandor del verano para pasar inadvertido. Nuestro héroe reconoció su prenda amarilla y energúmeno gritó desde su ventana, ¡Ea! Ladrón, ¿a dónde vais con mis calcetines? En esa época Don Quijote ya tenía embolatada su figura de fina estampa, pero su estatura imponía respecto. ‘Necesito vuestras medias, soy un menesteroso de zapatos rotos’, dijo el harapiento. ‘A mí no me interesan tus ruinas, mis medias o te apaleo villano’. ‘Ven por ellas viejo decrepito, venid a quitádmelas si podéis’, respondió el ratero con un garrote amenazante en la mano. Don Quijote antes de aceptar el reto se trancó un vaso de vino y se colocó un gorro de lata de la marinería de Lepanto y como arma un sable corto sarraceno bastante desbarajustado”. El exalcalde tosió fuerte envuelto en el vaho del avinagrado vino.

“Abrimos las ventanas con premura y nuestras sombras asomadas se apretujaban mironas (si usted hubiera visto esa contienda amigo forastero todavía estaría perplejo, pero pida otra botella de vino, está ya va a finiquitar), con decirle que hasta las puertas se abrieron solas y pensar que nuestra aldea era muy pequeña para semejante sensación de valentía. No lo dude, gozamos del privilegio de observar esa batalla de dos valientes. La tarde se regía por resplandores saltarines uno que otro rayo de sol rodeaba a los contrincantes con pequeñas luces instantáneas y nosotros veíamos cómo el garrote surcaba el pequeño espacio y la sarracena silbaba, para aquí y para allá. Dos veces oímos al garrote estrellarse contra la gorra de marinero de Don Quijote y tres veces nítido se quejó el ladrón de lo ajeno cuando el moho del sable penetro sus carnes”.

El ex mandatario municipal prendió un cigarro mientras esperaba le trajesen la nueva botella de vino, al tomar el primer trago de esta continuó su historia: “Don Quijote amarró el cadáver al jamelgo y se lo llevó arrastrando, eso fue como a las once de la tarde cuando el sol y la luna comenzaban a entreverarse. Lo enterró al pie de una ermita derruida cerca de un poblado vecino sin árboles ni cultivos. Trabajó toda la noche en la construcción del hoyo. Arribó al villorrio con el caballo trotando a media marcha. Ambos venían rucios debido al polvo del camino. Eran las cinco de la mañana, la hora en que los gallos persiguen a las gallinas. A pesar del trajín vi entero a Don Quijote. Ni el combate ni el esfuerzo del entierro del difunto lo malgastaron. Tal como hoy el amanecer nos cogió en esta taberna, esa noche amanecí esperando el regreso del hombre de La Mancha.

“Óigame bien señor forastero, por esa misma ventana abierta esa noche nos llegó el ruido del taconeo de herraduras del jamelgo en el empedrado de la calle. Taconeo corto y preciso. No es como esta noche de solo ruidos de grillos llorando como chicharras. La puerta de la taberna se abrió esa noche entrando primero el ruido de latas sueltas del gorro de la marinería de Lepanto y luego el tintineo del sable sarraceno desajustado y mohoso colgado sobre la pierna izquierda de Don Quijote.

El caballero de la fina estampa se sentó frente a mí, le ofrecí un trago abundante de vino, se lo tomó sin respirar. Por un largo trecho me miró fijo a los ojos sin parpadear. Nuestra amistad no era muy afín, teníamos altibajos igual a un matrimonio. Yo palpé mi cuchillo de matar cerdos y decidí mirarlo también fijo a sus pupilas. El vino desapareció de la botella. Por fin se movió en su taburete flojo y sin que saliera el sol, con todo el pueblo sumido en una penumbra mentirosa, Don Quijote me apresuró: ‘Hermenegildo necesitó un favor de vuestra merced, de los vecinos de este pequeño villorrio, de vuestro resplandeciente museo cuyos artefactos son el cultivo de cómo ganar las guerras. Necesito me prestéis la armadura completa del buen capitán y finado Alanceo, su escudo y su lanza, o en su defecto el mástil donde elevan la pequeña bandera de vuestro poblado’. Miré a Don Quijote con preocupación.

Acababa de verlo ganar un zafarrancho con un contrincante debilucho igual que él, pero una batalla con toda la parafernalia belicista es otra cosa. Pensé que era una calentura del Quijote y que pronto desistiría de ese loco empeño. Con gusto os puedo prestar el andamiaje de un combate, pero Don Quijote, vuestra excelencia sabrá que el museo quedara vacío. ¿Y qué le mostraremos a los visitantes? ‘No te preocupéis estimado alcalde’ me dijo el Quijote, ‘pronto y con premura te devolveré estos trastos de combate sin ninguna tardanza. Mi casa queda a tu disposición, a su merced y el buen entablado de vino a tu alcance, vuestra excelencia’. El Quijote le hizo una pequeña reverencia.

“Partió a media tarde con toda esa parafernalia de guerra. Los rayos del sol daban directo sobre su alta figura y estropeaban los ojos a los vecinos que lo vieron partir en un bamboleo de luces plateadas. Los reflejos desordenados de su vestimenta de lata se perdieron detrás de una colina”. Hermenegildo apuró otro vaso de vino y secó su bigote con su larga lengua.

“Amigo forastero hay otras dos versiones de la muerte del ladrón a manos de Don Quijote. Si estáis interesado os la cuento por la misma cantidad de botellas de vino”.

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