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La Cali venezolana

Sus rostros, sus angustias y sus plegarias ya hacen parte de la cotidianidad caleña. Algunos ya con un buen tiempo a cuestas, y otros con apenas meses de deambular por una ciudad lejana a su tierra, y por antonomasia cálida, capaz de abrigar, cueste lo que cueste.

18 de julio de 2018 Por: Redacción de El País 

Sus rostros, sus angustias y sus plegarias ya hacen parte de la cotidianidad caleña. Algunos ya con un buen tiempo a cuestas, y otros con apenas meses de deambular por una ciudad lejana a su tierra, y por antonomasia cálida, capaz de abrigar, cueste lo que cueste.

En nuestra retina aparecen sucesivamente sus imágenes, como en un documental callejero que relata uno de los dramas migratorios más grandes de la actualidad; y que está pasando aquí, a diario. Están en los semáforos, con sus carteles que anuncian que son venezolanos, que necesitan ayuda; como en los años del desplazamiento masivo de campesinos a la ciudad, que buscaban apoyo, relatando sus historias de esa guerra que los lanzó al vacío. Están ahí, con sus dulces o bolívares en mano, haciendo parte de la dinámica de la ola roja, junto al limpia vidrios, al malabarista, al que vende frutas.

Están en esa zona verde, cerca al Terminal de Transportes, que han convertido en su micro ciudad. Se calcula que allí habitan más de cien personas. Que están llegando más. Que hay colombianos ‘camuflados’. Que a algunos los buscan para jíbaros o prostitución. Que mucha gente del común los asiste con ayudas, con alimentos, con salud. Que el Municipio y la Arquidiócesis los atienden en su comedor...

El Registro Administrativo de Migrantes dicen que son 13.010 los venezolanos que han ingresado desde el 2017. Posiblemente el sub registro aumente las cifras, porque esta ciudad, además de ser estación de paso para quienes van rumbo a otros países, es una de las ciudades colombianas más apetecidas por esa Venezuela errante.

A veces me preocupa que terminen en las redes de explotación que existen en las calles y que reclutan batallones de gente necesitada para apelar a la compasión, y al final del día les dan apenas una miseria de lo recogido. Preocupa que haya un momento en que sean una dura carga, que el desespero los lleve al extremo, que la xenofobia los señale. Que la piedad acabe.

Sí, es cierto que en otrora fue grande la oleada nuestra que se fue a Venezuela, cuando Venezuela era la tierra prometida. Pero Cali, por más cálida y resiliente que parezca, no es la tierra prometida. Ni siquiera tiene cómo abastecerse a sí misma. Y decirlo así, como es, no es falta de compasión.

Al final, estamos en un mundo de tanta gente huyendo, que quizás a otros nos corresponde abrigar, ser nido y aguardar por mejores vientos para quienes vienen y para quienes nos quedamos. Al final habrá que esperar que tengamos la suficiencia para afrontar una realidad, que hoy pone a prueba nuestra sabiduría y humanidad. 

Sigue en Twitter @pagope

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