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'Sandokan' y Yo: la iniciación en la lectura de dos vallecaucanos

Al conmemorarse 100 años del suicidio del escritor italiano Emilio Salgari —célebre autor de historias de aventuras que se desarrollaban en paisajes exóticos— dos vallecaucanos, de distintas generaciones rememoran su iniciación en el fascinante vicio de la lectura, en un mundo habitado por corsarios negros, piratas y, por supuesto, Sandokán.

11 de mayo de 2011 Por: Carlos Patiño | Especial para GACETA

Al conmemorarse 100 años del suicidio del escritor italiano Emilio Salgari —célebre autor de historias de aventuras que se desarrollaban en paisajes exóticos— dos vallecaucanos, de distintas generaciones rememoran su iniciación en el fascinante vicio de la lectura, en un mundo habitado por corsarios negros, piratas y, por supuesto, Sandokán.

Hace muy poco, el filósofo y escritor Fernando Savater confesó lo siguiente: “Siempre he sentido gran admiración por quienes proclaman que su afición a la lectura se despertó a los siete años, cuando una tía les regaló el día de su santo ‘La montaña mágica’, para confirmarse a los nueve, cuando acabaron ‘En busca del tiempo perdido’”. El autor de ‘Ética para Amador’ se burló así de la incorregible tendencia de ciertos intelectuales por situar su panteón de influencias en el cielo más azul en lugar de la tierra más amable. Hay muchos que les da pena decir que la literatura entró a sus vidas —no por la puerta de Thomas Mann ni por el techo de Marcel Proust— sino por las pequeñas ventanas Enid Blyton o Karl May. Al igual que Savater, debo decir que mis primeros acercamientos a la lectura, a la cultura escrita, tienen “orígenes más modestos”: las novelas de piratas del capitán Emilio Salgari, las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía o los dibujos de Hergé, Edgar P. Jacobs, René Goscinny y Albert Uderzo. A diferencia de Savater, algunos de mis más grandes placeres los he derivado de leer libros, no de escribirlos. Tuve la fortuna de nacer en un hogar formado por una maestra y un maestro. Agradezco haber crecido en medio de una familia que valoraba tanto el patio de juegos y la camisa sudada como el estante de la biblioteca y el silencio. Recuerdo, hoy como ayer, los regalos que me dieron mis tías y tíos, que la mayor parte de las veces fueron juguetes, ropa y libros. Miro hacia donde se supone brilla el árbol de navidad y veo tres: ‘La isla del tesoro’, de Stevenson; ‘Objetivo: la luna’, de Hergé; y ‘Platero y yo’, de Juan Ramón Jiménez. A la una de la mañana del año siguiente o anterior llega, puntual, ‘Sandokán’ de Emilio Salgari y se apagan las luces del árbol. A la cama, al viaje.Sin hacer mucho esfuerzo puedo ver, de nuevo, aquellos momentos iniciáticos: juguetes y dulces traídos por mi padre desde algún lugar de Estados Unidos junto a libros editados en Madrid (Editorial Gahe, en el caso de Salgari) y Barcelona (Editorial Juventud, en el caso de Hergé). Si había un paraíso, creía por entonces, estaba en mi casa, junto a los amigos del barrio San Fernando y los dibujos de ‘Tintin en la luna’ (había alunizado antes que Neil Armstrong) y a ‘Sandokán’ en la isla de Mompracem (a punto de clavarle una enorme daga a un enorme tigre). Días de colegio. Estantes y pasillos llaman mi atención; aquí Poe y Lewis Carroll, allá Hermann Hesse y Franz Kafka; por el otro lado, Ernesto Sábato y Cepeda Samudio. Antes, mucho antes, la revista argentina Billiken, pocas veces Disney, nunca un comic colombiano salvo, quizás, ‘Copetín’, de Ernesto Franco. Vuelvo a Salgari. A diferencia de otros casos conocidos, los profesores de español y literatura del Colegio Alemán de Cali no se preocuparon por organizar mis lecturas ni por imponer, más allá de la cuenta, su gusto literario. Dejaron que el azar y la curiosidad me guiaran por los estantes repletos de libros en español, alemán e inglés. Gracias a esa actitud —que beso aquí— nunca reconocí como problemático el hecho de que coincidieran en mi escritorio las aventuras de Sandokán, Tremal-Naik, Kammammuri, Sanbigliong y Ada Corishant, la saga del ‘Club de los siete secretos de Blyton’ y un libro de poemas donde dormía, despierta, la primera mujer que contemplé desnuda, la Ángela adónica de Pablo Neruda.Ahora se cumplen cien años de la muerte de Salgari. De su suicidio, aclaro, pues aquel que imaginó barcos, piratas y tigres no aguantó a los que se enriquecieron con su frágil piel de hombre, “manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor”. Aún recuerdo su carta de despedida: “Os saludo rompiendo la pluma. Emilio Salgari”. Salgari fue un marinero de agua dulce, viajó poco; sus personajes, Sandokán y Yáñez lo hicieron por él. Salgari se mató a los 49 años; la edad que tengo. Lo leí con cierta fruición en el extraño paso de la infancia a la adolescencia. Su nombre me evoca peligros, mares y selvas —como a Savater—, el peligro que supone todo viaje, la daga que atraviesa el tigre y el tigre que abraza la daga, la amistad sin tetas (Sandokán y Yáñez), la búsqueda de la justicia a sabiendas de lo imposible e inútil de la empresa.A la luz de hoy, el Tintin de Hergé, mi ídolo de entonces, no resiste un examen de racismo ni Salgari, mi tigre de Malasia, una prueba de alcoholismo. No importa y sí. Pero uno y otro marcaron las palabras ‘viajes’ y ‘aventuras en el cuerpo de mi vida y, sinceramente, no recuerdo mayor y mejor regalo que ese. _____________________________Lea la segunda parte de este informe aquí.

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