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El drama de una mujer desterrada por la minería ilegal en el Cauca

30 mujeres afro salieron desde La Toma, Cauca, a Bogotá, para exigir defensa de sus territorios.

22 de noviembre de 2014 Por: Yefferson Ospina | Reportero de El País

30 mujeres afro salieron desde La Toma, Cauca, a Bogotá, para exigir defensa de sus territorios.

La vida de Francia, 32 años, dos hijos, es un recorrido doloroso: ahora mismo Francia camina junto a otras 29 mujeres desde Buga a Cartago y espera, en menos de tres días, llegar a Bogotá. Un recorrido doloroso: hace apenas tres meses salió desplazada del corregimiento La Toma, Cauca, luego de ser amenazada por varios grupos que se dedican a la minería ilegal en esa zona.Francia lucha hace años contra esos grupos, pero debió deplazarse a Cali porque en la última llamada le dijeron que matarían a sus hijos. “Ya no puedo permitir que se metan con ellos.., eso sí me da mucho miedo”, dice.La vida de Francia, también, es una metáfora de la tierra: su piel es negra, como la tierra que habita; pero también es ajada y desgastada, como la tierra herida por las máquinas y los hombres que buscan el oro en sus entrañas. Francia nació en La Toma, en donde nacieron sus padres, y los padres de sus padres, quienes le enseñaron a sacar el oro del río Ovejas con un platón de madera, y le enseñaron a pescar y sacar el fruto de la tierra. Ahora, el oro está siendo sacado con retroexcavadoras y dinamita, así que en el río se pesca muy poco y ellos, quienes lo explotan, ya no permiten que Francia, sus hijos, sus hermanos, sus primos, se acerquen a la orilla. La vida de Francia es como un heroismo huérfano: habla con una voz triste, cansada, pero recia. “Voy hasta Bogotá a exigirle al Gobierno que cumpla con sus promesas y que defienda nuestro territorio, porque esa tierra fue de mis antepasados y no permitiremos más muertos ni más desplazados ni más violencia”.La lucha por la tierra La Toma es un caserío minúsculo extendido en una planicie cercana al río Cauca, al sur del municipio de Suárez. Desde el siglo XVIII, La Toma fue poblada por grupos afrodescendientes esclavos de los españoles que colonizaron el Cauca. Con el tiempo, los afros se rebelaron contra sus amos, muchos fueron asesinados, otros golpeados hasta el cansancio, hasta que, en el siglo pasado, pudieron establecer una potestad sobre sus territorios, del mismo modo que los grupos de indígenas en ese mismo departamento.Alrededor de 1.300 familias habitan La Toma, y viven de la pesca, beben el agua del río Ovejas, plantan yuca, papa, plátanos, legumbres, y recolectan con platones de madera las piedrecillas de oro que el río trae consigo. Sin embargo, desde hace más de cinco años, una serie de grupos ilegales han empezado a explotar la riqueza minera de ese territorio, y con ello, a contaminar con cianuro y plomo las aguas del río Ovejas, el mismo que calma la sed de los habitantes de La Toma. Por otro lado, esos mismos grupos los han empezado a amenazar con el fin de obligarlos a salir del territorio para explotarlo a sus anchas. En octubre de este año, la ONU denunció ante las autoridades las amenazas recibidas por los líderes comunales de La Toma, luego de que presentaran pruebas de la entrada de maquinaria pesada no permitida a la vereda Yolombó.Pero más allá de los grupos ilegales, La Toma padece también la negligencia del Estado: a pesar de que la Constitución prohíbe entregar títulos mineros en territorios ancestrales sin una consulta popular previa con la comunidad, en 2009 fue entregado uno de esos títulos a Héctor Jesús Sarria para explotar 99 hectáreas de tierra rica en oro. Esa entrega hizo que, en 2010, el Alcalde de Suárez emitiera una orden de desalojo de las familias que habitan La Toma para permitir la explotación: cerca de 1300 familias, más de 5000 personas, niños, mujeres, ancianos, obligados a salir de la única tierra que han conocido.No obstante, varios habitantes interpusieron una tutela ante la Corte Constitucional por lo que consideraban una violación de sus derechos y, el 14 de diciembre de 2010, la Corte falló a su favor impidiendo así el desalojo y la explotación. “Pero eso es un papel, allá todo sigue igual, siguen llegando máquinas, nos siguen amenazando”, dice Francia, y en su voz hay dolor y cansancio. El dolor del destierro, de haber salido de su tierra para llegar a una ciudad hostil a vivir de caridades. “Mire, allá yo tenía todo. Mis padres me enseñaron a pescar, a sembrar, a recoger oro. Yo no necesitaba nada más. ¿Usted cree que yo vivía mal? No, allá estaba todo, y ahora vivo en Cali con lo que me ayudan mis conocidos, y mis hijos ya ni estudian, y el Gobierno no dice nada”. Francia camina, con un movimiento pesado pero irrevocable. Junto a ella, el pasado lunes, salieron otras 14 mujeres desde ese Cauca remoto hacia Bogotá. Ahora son 30 y alrededor un grupo de jóvenes negros con trozos de madera en sus manos las rodean. Francia dice que son la Guardia Cimarrona, una institución de sus comunidad que, a la manera de la Guardia Indígena, resuelven los problemas internos a partir de sus propias leyes. Francia habla de su tierra, con la melancolía antigua que une a todo hombre, a toda mujer, con eso que se llama hogar. “Mire, yo pienso todos los días en mi tierra, y me acuerdo de lo que hacía allá cuando era niña, de las madrugadas pescando, de los cantos con las otras mujeres. Pero de lo que más me acuerdo es de lo que me decía mi papá: mija esta tierra es nuestra, y nos la hemos ganado con sangre. Por eso hay que amarla y defenderla”, dice Francia. En la calle, la gente mira ese grupo escaso de mujeres, con extrañeza, con indiferencia.

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