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Desde hace un mes, sobre el separador de la Calle 36 con Carrera 31, en el barrio San Pedro Claver, no hay fronteras invisibles. | Foto: Raúl Palacios | El País

Un milagro con sabor a chontaduro

En cuatro esquinas del oriente se están cambiando balas por frutos del Putumayo. Historia de una proeza que se acabaría en Semana Santa.

25 de febrero de 2017 Por: Felipe Salazar Gil, reportero de El País

El milagro empezó hace seis días frente al CAI de El Pondaje. Allí, pendiendo de una cabuya amarrada a los pilotes del puente peatonal que conduce a la estación Julio Rincón, un racimo de no más de treinta chontaduros salvó una vida. La de Deivy Johan, para ser más preciso.
Él, un joven bonaverense de diecinueve años con voz sin sobresaltos, hace siete llegó a Cali huyendo de las bandas criminales que querían arrebatarle la juventud sumándolo a sus filas. Uno de los pocos que logran escapar antes de morir en el puerto.

Antes de vender chontaduros en esa esquina de la Carrera 28D con Autopista Simón Bolívar, Deivy cortó césped en los separadores viales de Cali con sus hermanos, durmió en la calle, se unió a una pandilla, construyó una choza con tablas viejas y puntillas oxidadas en la invasión de Comuneros II, conoció a su novia, tuvo dos hijos: Valerie, de tres, y Justin, quien tiene un año.


Suena a cliché, pero dice que ver a sus nenes lo hizo cambiar el rumbo. Eso hace ya seis días, cuando decidió unirse a Héctor Fabio y Samuel, dos de sus siete hermanos, quienes le ofrecieron una salida: ganarse $2000 por cada kilo de chontaduro que vendiera diariamente.

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Desde hace un mes, sobre el separador de la Calle 36 con Carrera 31, en el barrio San Pedro Claver, no hay fronteras invisibles. Allí, todas las mañanas se pueden ver quince jóvenes que tienen entre catorce y treinta años recogiendo ochenta kilogramos de este fruto, cada uno.
No es necesario hacer cuentas para que las cosas estén claras, dice Héctor Fabio.

Esos $2000 no solo son una ganancia económica, son minutos, horas, días de vida para muchachos a quienes las oportunidades les han sido esquivas. “Eso no tiene precio”, dice este joven que solía viajar por las calles de Cali encima de una carretilla o podando césped.

Este chontaduro que cada dos días llega desde Putumayo se vende en cuatro puntos del oriente: sobre la Carrera 39 con Avenida Simón Bolívar, frente al CAI de El Pondaje, sobre la Troncal de Aguablanca y frente a la bomba de La Casona.

Uno de los vendedores que se ubica en la Carrera 39 con Avenida Simón Bolívar es Andrés Felipe, un pelado de diecinueve años que trata de vencer la timidez cada vez que vende un kilo de ese fruto. Entre susurros cuenta que esta es la primera oportunidad que tiene de llevar dinero a su casa y que, a pesar de no tener grandes ganancias todavía, espera acrecentar sus números en las próximas semanas.

De este fruto viven no solo aquellos quince jóvenes de Mojica, Potrerogrande, Comuneros II, Manuela Beltrán y San Pedro Claver, sino varios de los familiares de Héctor Fabio, Samuel y Deivy. Ese es el caso de Felisa, una joven de veinticuatro años y madre de cinco hijos, quien en su casa en Comuneros II cocina los chontaduros y vende cinco unidades a $1000. En dos días de trabajo, asegura, puede ganarse hasta cien veces lo que cobra por una bolsa de las que vende.

“Yo viví en la calle, me crié sufriendo. A mi papá lo mató la guerrilla y a mi mamá se le cayó todo el pelo por el platón que se ponía en la cabeza para vender pescado en la calle. Vivimos la dureza de la pobreza y sabemos que muchos muchachos hoy se meten en líos por no tener un trabajo, por no tener apoyo”, comentó Héctor.

No obstante, esta bonanza del chontaduro está cerca de acabar, dice Héctor preocupado. Todo porque la cosecha se extiende hasta mediados de abril, cuando la Semana Santa asoma y el pescado es rey.

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En una finca de dos hectáreas en Villagarzón, Putumayo, es donde nace el milagro. El hacedor es Guillermo Bastidas, un campesino que desde hace más de veinte años se dedica a la siembra de varios alimentos y confió la venta de su cosecha a Héctor y su familia, sin siquiera conocerlos.

Eso fue hace un mes, pero desde entonces no hay quién más venda ese fruto tan bien como estos muchachos del oriente de Cali.

A Guillermo, dice, también le preocupa que la cosecha se acabe pronto y estos quince pelados se queden volando en las calles. Quién sabe. A lo mejor, el milagro se repite en agosto, cuando vuelva la bonanza del chontaduro.

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