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En esta fundación del barrio Sucre, niños desprotegidos de Cali encuentran la felicidad

Como a un padre, así quieren los 51 muchachos que viven en la Fundación para el Desarrollo de la Educación, a Julián Becerra. Historia de un amor infalible.

26 de junio de 2016 Por: Redacción El País

Como a un padre, así quieren los 51 muchachos que viven en la Fundación para el Desarrollo de la Educación, a Julián Becerra. Historia de un amor infalible.

La vida, dice Julián Becerra, no sería vida si no cuidara de los chicos. Y para los chicos pareciera que es igual. A donde sea que él vaya ellos están allí. Siempre buscan sus abrazos o su complacencia para que les diga que sí pueden repetir postre después del almuerzo.

Son 51 menores que no se separan de él jamás. 51 menores que, quizá sin saberlo, están redescubriendo la vida al lado de Julián. Todos viven en un internado en uno de los barrios más bravos del centro Cali: Sucre. Y allí, en ese lugar ubicado sobre la calle 19 y rodeado de cuadras en donde al parecer sólo existe la miseria y la soledad, Julián es como un padre para los pequeños.  

Uno de los chicos que cuida Julián es Víctor. Tiene diez años y siempre está sonriendo y haciendo preguntas. Hace seis meses llegó al internado de la Fundación para el Desarrollo de la Educación, Fundapre, según él “porque corría riesgo en donde vivía”. El Vergel. Así se llama el barrio de donde viene Víctor.  

El chico dice que desde que llegó, Julián ha sido todo el buen ejemplo que jamás tuvo en su casa. Víctor cada tanto abraza a Julián. Y Julián sonríe, cierra los ojos y sonríe.  Esta escena se repite siempre, no solo con Víctor sino con todos los chicos que viven en el internado y que han llegado allí “por difíciles circunstancias”, como se lee en una placa al interior de la institución. 

Desde hace dos años y medio Julián llegó a Fundapre. Cuando hace memoria para recordar cómo es que un joven de Florida, Valle, llega a hacerse cargo del cuidado de tantos chicos, lo primero que se le viene a la mente es que un día cualquiera, hace ya más de cinco años, un conocido le dijo que era alguien tan noble y paciente, que debería trabajar con los muchachos.

Y desde allí todo comenzó. Primero estuvo con los chicos de la Fundación Bosconia, en Zarzal, y luego en Bahía Málaga, en Buenaventura. Años después le ofrecerían la oportunidad de cuidar a los menores del internado en Sucre, ese lugar que no solo es hogar para chicos de cinco a 16 años, sino el segundo hogar de Julián.

Es su segundo hogar porque conoce a los chicos mejor que nadie, porque los cuida como si fueran sus propios hijos. Sabe, por ejemplo, que cuando los va a recoger a la escuela todos los días no faltarán las quejas de las profesoras porque estuvieron interrumpiendo la clase con sus juegos o que el viernes de hace dos semanas no podían faltar a clase porque varios de los más pequeños iban a izar bandera.

Sabe, y de alguna manera le cuesta aceptarlo, que si algún día falta a la Fundación, los chicos llorarían su ausencia en los dormitorios o pasillos del internado. “Usted viera cómo se ponen los niños cuando Julián no viene, no se lo alcanza a imaginar”, dice Sandra Garcés, una de las educadoras de la Fundación, mientras organiza algunas fotos en las que salen Julián y los niños sonrientes. Esas fotos, pacientemente seleccionadas por Sandra, terminaron decorando unos vasos que fueron el regalo de los chicos para Julián en el Día del Padre.

Otra de las grandes certezas que tiene Julián, es que los chicos aman ir a sus ‘paseos’, que consisten en irse a pie, siempre a pie, desde Sucre hasta el Centro Cultural de Cali; la Biblioteca del Deporte del Estadio Pascual Guerrero, o a donde sea que la curiosidad los lleve. Todas las semanas van. Es una cita sólo entre Julián y los muchachos. 

Julián asegura que caminando es la única manera que encontró para que los chicos liberen energías, además así logran salir del internado a otros espacios que no necesariamente son el colegio. Esas salidas también han sido fuera de la ciudad, como la vez que los llevó a conocer su pueblo natal  o a pasar el día en Dapa.

Salidas que, cuenta Julián,  de los tres educadores más que tiene la Fundación, sólo le permiten hacer a él. Y cuando lo cuenta, se le dibuja una pequeña sonrisa, como sabiendo que esas son las pequeñas recompensas de ser el ‘padre’ de todos esos pelados.     

Y es papá de tiempo completo, como debería ser cualquier papá. De lunes a viernes, por ejemplo, en su tarea de llevarlos a la escuela –a pie, siempre a pie- hace dos paradas para poder recogerlos a todos en las escuelitas donde estudian. En la primera lo esperan 23 menores, y en la segunda dos. No siempre van los 51 a estudiar, ya sea porque están enfermos o porque recién han llegado a la Fundación y su escolarización aún no está definida.

El jueves previo al Día del Padre, Aldeniber -otro de los chicos-, cuando salió de la escuela y vio a Julián lo primero que hizo fue abrazarlo. Él, que tiene a su hermana en otro internado, dice, con algo de timidez,  que Julián le da el cariño que solo sale de la familia y que tanta falta le hace.

Ese cariño del que habla Aldeniber, es el mismo que Julián quiere que perdure cuando, en unos años, los chicos sean mayores de 16 y tengan que irse a otras instituciones en donde los forman para la vida.   Un cariño que sea infalible.  Uno que no caduque como les pasó a estos 51 chicos con el cariño de sus padres.

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