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El caleño que donó su casa para convertirla en un museo

Hernán Martínez Satizábal dejó a la Sociedad de Mejoras Públicas la casa que hicieron en 1850 sus bisabuelos y donde él nació en 1918.

28 de junio de 2016 Por: Alda Mera | Reportera de El País

Hernán Martínez Satizábal dejó a la Sociedad de Mejoras Públicas la casa que hicieron en 1850 sus bisabuelos y donde él nació en 1918.

Crucé el largo y amplio zaguán de la antigua y solariega casa. Entré a la gran sala donde la luz amarilla del sol del trópico ya entra permeada por el verde follaje del árbol de la cruz que hay en el patio central. En la penumbra de la habitación, había muebles antiguos y pinturas de Grau.

Parecía deshabitada, pero al girar la mirada a la derecha, ahí estaba él: sentado frente a su escritorio, apenas iluminado por una lámpara, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre las rodillas y la mirada risueña. La imagen me remitió a  Borges, a un Jorge Luis Borges, al que no le faltaba sino el bastón.

Allí estaba Hernán Martínez Satizábal, en la misma casona del centro histórico de Cali,  donde nació hace 98 mayos. Como si no le pesaran nada, con su memoria de historiador y su dicción de buen conversador, explica porqué decidió conservar esta casa,  tal y como la construyeron hace 166 años sus bisabuelos, Ramón Antonio Satizábal y María de las Nieves Escobar de Satizábal.

Corría el año 1850 y ellos eran dueños de casi toda la manzana entre las carreras 4a. y 5a., desde la calle 5a a la  6a. Los otros vecinos eran los Guerrero y los Madriñán.

Era la vida muy sencilla en aquella época pretérita. Don Hernán recuerda que en esa casona celebró los dos únicos hechos importantes en una infancia que se prolongaba hasta los 21 años: la Primera Comunión y la alargada de pantalón, que era  una fiesta en sociedad en la cual el niño ya adquiría el derecho a vestir  pantalón largo y a  ir a bares y cantinas.

“Antes no era un ciudadano con libertades de hombre”, comenta el venerable caleño nacido en 1918, que recuerda que el fútbol y el básquet aún no habían cogido cancha en nuestro país y los juegos eran muy tradicionales.

Su padre tenía la Ferretería Caucana en la Calle 12, entre carreras 8 y 9; su madre se dedicaba enseñar las primeras letras a su hermano Guillermo y a él, que  se educó con los hermanos Maristas del Colegio San Luis Gonzaga. En esa época  los docentes venían de París y  enseñaban más francés que castellano y se cantaba más La Marsellesa que el Himno Nacional.

Don Hernán fue a  estudiar Filosofía y Letras a  la Universidad del Rosario en Bogotá, pero prefirió dedicarse a regir la finca de la familia en Pance, por la Avenida Cañasgordas, que todavía conserva, aunque solo en 100 plazas de las 800 que tenía inicialmente.

Por eso la antigua casona del centro aún conserva la enorme pesebrera a la cual cada sábado llegaban las mulas cargadas de cacao, café, leche, queso, mantequilla, huevos y otros víveres y la leña para el fogón. Los equinos se quedaban en lote a la entrada de San Antonio, hasta el día martes, en que regresaban  a la finca de nuevo.

Y en el patio central permanece aún la vieja fuente de agua, un privilegio de la familia en la época en la que no había acueducto público en Cali, sino cuatro pilas para que la gente recogiera el agua en vasijas. “La gente entraba y salía de aquí a recoger agua y las puertas permanecían abiertas”, ilustra don Hernán como si estuviera contando un cuento de ciencia ficción.

También había un enorme horno de barro en la amplia cocina, que era más grande que la sala, para hacer pan casero, una piedra de pilar maíz y  como no había servicio de luz eléctrica, la gente hacía las velas en casa, como le tocó a él de niño ver a su abuela Matilde Herrera, meter repetidas veces el pabilo a la cera hasta darle forma a la vela.  Y a falta de acueducto, en las casas había retretes de madera y por el centro de la calle había una acequia donde todas las mañanas la gente salía a lavar sus bacinillas.

Toda esta historia no tendría sentido, si don Hernán  hubiese dejado caer la casa para vender ese lote de 1200 metros cuadrados para construir modernos edificios, situada  al empezar la Calle de la Escopeta. Pero no, él ha luchado contra el paso del tiempo para mantenerla lo más parecida posible a la vivienda original. Tanto que en 2012 la donó a la Sociedad de Mejoras Públicas, SMP, para que la conserve como la Casa Museo de Cali. Donde las nuevas generaciones de caleños y los visitantes, puedan sentir de cerca cómo se vivía en Cali en 1850.

Es que a don Hernán le daba pesar que todo ese pasado arquitectónico desapareciera. “En todas las ciudades del mundo se conserva el centro histórico, lo que se conoce como el ‘down town’, pero aquí en Cali todo lo destruyeron”, se lamenta.

La casona se conserva con todos sus materiales y diseños arquitectónicos originales de hace 166 años. Salvo el piso del zaguán, que él lo hizo cambiar en 1940. Recién había llegado a Cali Mateo Valli, un ciudadano italiano que fue el primero que le puso baldosa a una casa en Cali. 

Entonces se puso de moda que la gente quisiera poner mosaico en sus viviendas y don Hernán no fue la excepción. Durante un viaje que hizo su señora madre y su tía, él aprovechó e hizo sacar los ladrillos de barro cocido, e instalar las modernas baldosas.  “Para darles una sorpresa a su regreso, incurrí en esa falta”, se autorecrimina.

De resto, las altas paredes de 6 metros de altura y 80 centímetros de grueso, tejidas con adobes de barro cocido, mantienen una temperatura de aire acondicionado natural. Material que no absorbe el calor como sí lo hace el ladrillo que se usa en la actualidad.

Y que hace que don Hernán permanezca en tranquila calma en la penumbra, con su mirada risueña y sus manos entrelazadas sobre las rodillas, como una resurrección de Borges para contar una retrospectiva que hoy parece de ciencia ficción: la Cali del siglo XIX que perdura en la Cali del nuevo milenio.

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