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Crónica: la cara oculta de la morgue en el Hospital Universitario del Valle

El encargado de la morgue del Hospital Universitario del Valle lleva 17 años siendo testigo de las mil y una formas de dejar este mundo. Historia de una vida entre cadáveres.

22 de julio de 2012 Por: Diana Carolina Ruíz Girón | El País

El encargado de la morgue del Hospital Universitario del Valle lleva 17 años siendo testigo de las mil y una formas de dejar este mundo. Historia de una vida entre cadáveres.

Hay cosas que todavía le generan impresión. El sonido que produce la segueta cuando se pone a serruchar cráneos es uno de ellos. Explica que la herramienta debe moverse con fuerza y lo suficiente como para que quede un hueco amplio. Una vez cumplida la tarea, debe tomar martillo y cincel, y con un golpe seco separar el hueso para poder sacar el cerebro.“Eso suena como ‘pop’”, cuenta el hombre, quien imita con los labios el sonido del descorche de una botella de vino para recrear ese ruido que aún le resulta aterrador. Cuando habla de ello se abraza a sí mismo como si quisiera calmar el temblor que eso le produce.Herney Cajicá no tiene corazón de hielo. Pide que la gente no crea eso. A pesar de llevar 17 años al frente de la morgue del Hospital Universitario del Valle, la muerte le sigue generando impresión, miedos y hasta dudas.Todavía le da susto cuando a los muertos se les distensionan los músculos, lo cual provocar que sus manos se desmadejen y golpeen las camillas de hierro sobre las que reposan, pese a que desde 1995 realiza necropsias académicas.Estas solo se practican a quienes fallecen por alguna enfermedad (tuberculosis, Sida, diabetes, malaria, etc), para establecer patologías o para clases de medicina.Ni siquiera toda su experiencia, adquirida de manera empírica en el anfiteatro del hospital cuando se volaba sus turnos como vigilante, impide que hoy lo tomen por sorpresa los eructos y flatulencias involuntarias de los cuerpos, producto de su descomposición, que interrumpen el silencio de la morgue en cualquier momento, como si todavía estuvieran vivos, como si se fueran a levantar.Este efecto se produce en aquellos cadáveres que se quedan en una de las dos salas de la morgue a la espera de que Medicina Legal los recoja, cuando se trata de muertes violentas. Cuando fallecen por viejos, se los llevan sus familiares. Estos son los muertos que, por disposición legal y del hospital, Cajicá tiene prohibido tocar. Los temores de ese hombre de 50 años, de piel canela, que esconde su barriga bajo una impecable bata blanca, los confiesa en una noche de miércoles en la que no hay casos que atender. En esta ocasión no se untará de sangre. No estará en su sala de procedimientos rodeado de tarros de todos los tamaños y colores llenos de formol y de corazones, pulmones, cerebros... No deberá limpiar el piso, de color café por tanta sangre seca. Puede hablar de sus anécdotas, de sus muertos.Lo hace sentado en una de las diez sillas que tiene la sala de espera de la morgue, ese cuarto blanco y frío de aproximadamente 16 metros cuadrados en el que, casi que a diario, Cajicá es testigo del dolor que viven los que pierden a sus seres queridos.A ‘El técnico del 901’ (código de la Policía para reportar a personas fallecidas) como conocen a Herney en los pasillos del HUV, le cambia el semblante jovial y bonachón cada que recuerda esas escenas desgarradoras de llanto, de impotencia. “Y cuando me toca ver a los niños muertos es peor. Eso sí que me parte el alma. Uno ve a los hijos reflejados en eso”.La despedidaSólo reza un Padre Nuestro y un Ave María antes de tirar a la fosa los 30, 40 y hasta 50 fetos y cuerpos de bebes sin vida, para su “entierro”.Los huérfanos de la morgue del HUV, esos que murieron por enfermedades o malformaciones congénitas (cíclopes, niños sin brazos o piernas, con deformidades en nariz y frente) y que nunca fueron recogidos por sus padres, son sepultados en el cementerio de Siloé, dentro de cajas de madera de aproximadamente dos metros de largo por uno de ancho. Cada dos meses, Cajicá y sus otros compañeros de trabajo deben sacar a quienes denominan “los abandonados”. A los chiquitos que él conserva en pequeños frascos de formol en la sala de procedimientos de la morgue, a cinco grados bajo cero. Y también a los grandes, que se vuelven huéspedes del cuarto frío porque no tienen doliente.Aunque a veces sí lo tienen. Lo que no hay es plata. Eso es lo que muchos le dicen a Herney, mirándolo fijamente a los ojos. “Unos no paran de llorar. A otros ni siquiera les da nada”.Entonces los difuntos quedan a merced del HUV y de los recursos que se destinan para ofrecer a “los abandonados” una cristiana sepultura, al menos mereciendo un corto rezo de quien se encarga de cuidarlos.Enterrar cada una de aquellas cajas, sin importar el número de cuerpos en su interior, cuesta $480.000. Cajicá reniega, pues además de ser, según él, un acto de indolencia, es un problema más que se junta a la cadena de inconvenientes que tienen al HUV sumido en una crisis.Es que son de ocho a diez muertos adultos, en promedio, los que cada 60 días tienen que evacuar de la morgue del Hospital Universitario. “Haga cuentas...son casi $4 millones enterrando muertos ajenos”, dice.Aún así merecen descansar con dignidad. A Herney y su grupo de colaboradores los ha marcado encontrar estampitas del Divino Niño y del Sagrado Corazón de Jesús bajo las almohadas de quienes fallecen por causas como Sida y que fueron abandonados.Esas imágenes las coleccionan. Todas ellas están pegadas en la caja electrónica desde la que se controla el frío que reciben los que ‘residen’ temporalmente adentro de las neveras.“Gallina: Por qué no me hiciste caso?”Si Henry hubiera obedecido los consejos de Cajicá jamás habrían tenido un encuentro tan traumático. Eso pasó hace cuatro años.A Henry, de 35 años, amiguero y conversador, le dio por tomar más cervezas que los demás. Andaba en una moto por las lomas de Siloé. Tomó tanto que pese a que Herney le insistió en que se montara con él al carro para llevarlo a la casa, Henry quiso seguir sobre dos ruedas. Esa noche se encontró con un mendigo que le pidió que le comprara una gallina y unos pollitos. Henry, con la poca conciencia que le quedaba por el alcohol, los compró, los amarró a la parilla de la moto y se los llevó. Desde esa noche adquirió su apodo: ‘Gallina’.Cajicá vio a Henry dos días después, en la sala de operaciones del Hospital Universitario. Y el reclamo no se hizo esperar. “Gallina: ¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no te subiste al carro cuando te dije y te fuiste como loco por la Carrera 39?. Se lo dijo una y otra vez, dice el amigo, en busca de respuestas. ‘Gallina’ murió luego de estrellarse contra un andén. No resistió los golpes ni la operación para salvarlo.En sus 17 años como técnico post mortem, Cajicá ha visto pasar amigos y desconocidos. Sus ojos han sido testigos de las mil y una formas de perder la vida. Le duele y se le despierta la curiosidad. “¿Cuál será la que me tocará a mí? ¿Me caerá un balazo? ¿Será que un día me acuesto y no me vuelvo a levantar? ¿Me moriré de viejo?...”. Lo único que no quiere es morir de forma súbita, como ese abuelo, de 70 años, que llegó a la morgue porque le dio un infarto en plena calle, cuando hablaba con su mujer. “Pobre señora, pobre familia”...Alivio para el alma“Gracias por llevártelo. Ahora estoy más tranquila”, era la oración de la madre de un muchacho que, según Herney, murió “bajo su ley porque como que andaba en malos pasos”.Cuando personas como ella se desahogan frente a la Virgen, Cajicá confirma que fue un buen regalo para los dolientes construir ese altar.Lo levantó en un rinconcito de la sala de espera que servía como jardín, con la plata que le dejó la venta de un televisor que había ganado en una rifa. Lo hizo porque, asegura, la gente necesita consuelo y qué mejor que la fe para ello.Pero hay otros a los que el dolor de la muerte se les convierte en rabia, en violencia. Lo comprobó con un grupo de personas con aspectos de “mafiosos” que hace poco, y con pistola en mano, llegaron reclamando su muerto. El encargado de esta morgue sólo sabe hacerse a un lado aunque siempre concilia gracias a un curso intensivo de psicología adquirido a fuerza de la experiencia. Pero igual sabe que cuando esos familiares furiosos recorren los más de tres metros de pasillo en forma de medialuna para encontrarse de frente con sus muertos, bajan las armas y se echan a llorar.

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