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Crónica de dos días de fila para realizar el trámite de un pasaporte inconcluso

Cuente hasta 259.200. Pacientemente, tardará tres días. Ese es el tiempo del que, por esta época, hay que disponer para sacar o renovar un pasaporte en Cali. La cuenta es el doble si hay fin de semana.

25 de enero de 2015 Por: Jorge Enrique Rojas | Editor Unidad de Crónicas El País.

Cuente hasta 259.200. Pacientemente, tardará tres días. Ese es el tiempo del que, por esta época, hay que disponer para sacar o renovar un pasaporte en Cali. La cuenta es el doble si hay fin de semana.

Día unoFernando, que lleva tiempo vendiendo puestos en la fila, calculaba que la de ese día, miércoles a las siete y cuarto de la mañana, ya tenía 300 personas apretujándose en una media luna gigante, que bordeando la Plazoleta de San Francisco, desembocaba en la puerta de la Oficina de Pasaportes, primer piso del edificio de la Gobernación.Él dice que no sabe por qué, pero que enero siempre es igual: “temporada alta”, entonces toca aprovechar. Junto a la hilera de gente que comenzaba del lado de la calle Novena y daba la vuelta pasando por la Calle 10, dos o tres carritos de dulces, desapercibidos a esa hora, rodaban ofreciendo bolsas de mecato a 1.200, cigarrillos a 400, agua fría a 2.000 y mentas heladas a 100. Más tarde harían su agosto. En el centro del parque, como siempre, las viejas palomas en lo suyo: cucurrucú y picotazo al piso, buscando algo para echarse al buche. Cucurrucú y cabezas erguidas, atentas, ¡hay niños en la fila!, seguramente uno de ellos, aburrido por la espera que anuncia el día, pedirá que le compren maíz para arrojarles encima y verlas pelear hambrientas por los granos. Tal vez muchos esperamos lo mismo; las palomas rompen el tedio de la imaginación. Más tarde los pájaros también tendrán su fiesta.Junto a las palomas, las ofertas revolotean por todos lados: tinto, aromática, pintadito, sopas de letras, el almanaque Bristol. Muchachos que llevan computadores entre sus brazos, cargándolos como bebés recién nacidos, ofrecen el servicio de registro en la página de la Gobernación que todas las personas de la fila ya debieron hacer. Pero hay clientela. La oferta más atractiva al final de la cola, sin embargo, son los puestos que se prometen adelante, más allá de la mitad y en la punta. “Puestos, puestos, puestos”, pasan negociando bajito dos o tres tipos que los ofertan sigilosos, como si fueran dosis de droga. Ellos saben que de cierto modo lo son y hay quienes caen en la tentación de escapar de la realidad del último lugar. Fernando, que tiene a un muchacho vestido todo de rojo al otro lado de la fila, negocia el cambalache en veinte mil pesos. “Cuando el policía pase y lo apunte en la lista, me avisa y se cambia para donde está él”.Dos policías bachilleres van anotando los nombres y los números de cédula. Parece un ejercicio inútil teniendo en cuenta el registro online que la gente ya realizó o por el que pagó estando allí en la fila, pero la explicación es que de esa forma pueden estar pendientes de los tramitadores que andan rondando entre el gentío. Cuando los agentes den la espalda volverá el rumor: “puestos, puestos, puestos”.Es un día amarillo. Aunque los 17 pisos del edificio de la Gobernación todavía cubren un pedazo del sol que se levanta al Oriente, sus lenguas de fuego tempranero se estiran sobre los muros anaranjados de la parroquia de San Francisco, que reflejan la luz. A las 7 y 49, cuando se enciende la fuente de agua que está del lado de la Calle 9 y el rocío de los chorros expulsados hacia arriba se riega en el viento, nadie se queja. Ya hace calor. Diez o doce palomas se acomodan al borde de la pileta.Cuatro puestos más adelante, una chica que se cubre la cabeza con el suéter, cuenta que el día anterior también estuvo allí pero que se devolvió al ver que la hilera de gente daba vueltas enroscándose como culebra. Regresó al trabajo y pidió permiso otra vez esperando que este miércoles la cosa fuera distinta, pero nada es previsible con esa fila –reprocha-, y ahora se resigna a empezar de nuevo. “Ojalá nos rinda”, dice luego en tono de súplica celestial, juntando las manos como una virgen.La muchacha con la que conversa le dice que lo que pasa es que ahora hay muchas facilidades para viajar y la gente está aprovechando. Un señor tercia diciendo que no, que es porque tecnificaron el pasaporte y este año hay que renovarlo. Hasta que una pelada de gafas los deja a todos pensando cuando después de colgar el teléfono dice que se va a hacer la vuelta a Popayán porque allá es más rápido y fácil. Teniendo en cuenta todo el mundo que tiene por delante, calcula mejor negocio pagar los treinta mil que se gastará en pasajes a cambio de desperdiciar el día ahí parada. Entonces sale y se va.Y en algo tendrá razón. Porque para llegar desde ahí hasta la oficina de Pasaportes pasaría demasiado tiempo, el suficiente como para que varias cosas sucedieran y la espera no fuera desperdicio para alguien sin la obligación de marcar tarjeta en el trabajo, pero un suplicio para todos los que tenían afán. Mientras la fila avanzaba, hizo tanto calor como para que la gente sacara sombrillas y las campanas de los carritos de helados sonaran a música de ángeles; luego el sol se fue, volvió a salir, nos sentamos en el suelo y en las escalas de la Gobernación. En una bicicleta pasaron vendiendo jugo frío de mandarina, también ofrecieron forritos para el pasaporte, agendas telefónicas, chitos, maní, asesorías en trámites de visa, pasajes baratos a Chile, una milagrosa pomada de marihuana y hubo un alegato que casi termina en puños de no ser por la Policía. Al mediodía, cuando cien nos apretábamos ya cerca de la entrada, aparecería la negra María Usuriaga, que jura ser tía de ‘El Palomo’, para ofrecer los jugos frescos que vende desde hace 40 años. “¡Haaaaay borojó, lulo, guanábana, vayan cogiendo que no hay almuerzo pero ya les llegó! ¡Váaaaayanse bien alimentadas, niñas, que allá en España les gusta el calor! ¡Tomen jugo, tomen jugo, pa que lo muevan como lo muevo yo!” La promoción de sus bebidas, acompañada de una poderosa contracción de glúteos hecha al ritmo de los pregones, con el delantal arriba y de espaldas hacia la gente, sería lo único que a esa hora furiosa lograría sacar carcajadas entre el fastidio. A la 1 y 51, por primera vez desde las siete de la mañana, un funcionario de la Gobernación hizo presencia para hablar, en voz alta pero con tono de pastor, a la gente que aún cerca de la puerta se veía como un rebaño perdido: “Buenas tardes aunque no sean tan buenas. Esto se desbordó como un río. Las oficinas de Tumaco y Quibdó las cerraron y aquí en Cali se está concentrando toda la gente del Pacífico. Les pedimos paciencia, nosotros estamos aquí desde las cinco y media y sabemos que entre ustedes hay gente desde las tres de la mañana y desde anoche. Hoy ustedes, los que están por entrar, solo alcanzan a hacer el pago. Pero mañana van a tener prelación, yo voy a estar aquí mismo a las seis y media llamándolos por sus nombres, que quedan en el recibo de pago”. Aquella fue toda la información disponible cinco horas después de empezar la fila. Antes nadie más se acercó. Nadie respondió preguntas. No hubo volantes informativos ni anuncios de megáfono. Ni siquiera una flecha colgada en un árbol dando alguna pista. A las tres de la tarde del miércoles, del otro lado de la Calle Séptima, en los locales contiguos a la Librería Atenas, los servicios de baño a 500 eran buscados como la tierra prometida. En el centro de plaza, las palomas se hartaban de comer maíz.Día dosA las 6 y 52 de la mañana del jueves, el funcionario estaba parado en la puerta leyendo nombres con la misma voz de pastor. Su rebaño perdido lo escucha ansioso, resguardándose de la lluvia bajo una carpa de lona roja. En la calle, los stops de los carros y motos que a esa hora suben por la Séptima, se reflejan en el espejo que el agua ha formado en el pavimento. La lluvia es una baba que se queda prendida en la ropa de los que todavía, ni cerca de entrar, siguen lejos de la carpa. Tal vez cien personas. Un hombre que empuja un carrito exhibiendo una vitrina llena de pan, lo vende casi todo en medio del frío.Al ser mencionado, mi nombre se convierte en una letra y un número. Soy el B-06 y eso quiere decir que 105 personas aguardan adelante por la foto del pasaporte. A cada letra les son asignados cien números. A las 7 y 43, el turno corresponde al A-39. A las 9 y 40, los turnos ya irán por la E. La sala de espera es una habitación de envejecida estrechez: cortas hileras de incómodas sillas metálicas y baldosines manchados por costras de goma negra. Los que no alcanzan a sentarse, se recuestan contra las paredes. En el techo, un no muy alto cielo falso de icopor, huellas de mugre manchan las salidas de un ducto de aire que esa hora no funciona. Como tampoco funciona la pantallita digital que del techo cuelga con alambres. Un funcionario promete que el aparato empezará a alumbrar turnos desde el numero 25. Detrás de un televisor de pantalla plana, colgado de una columna de cemento, dos letreros impresos en hojas blancas y pegados a un módulo con cinta adhesiva tienen anuncios que para ese momento del recorrido se leen como un mal chiste: “Atención!! Se informa a los usuarios que el pasaporte se entrega al día siguiente”. “Presentar el último certificado electoral para obtener el descuento. Gracias”.Adentro, la desinformación es tal que a las tres de la tarde del día anterior, Paola Andrea Sánchez se quejaba porque le habían hecho perder toda la mañana haciendo fila para que solo hasta después de pagar, alguien le dijera que su pasaporte ya era de los nuevos. Tuvo que hacer otra cola para que le devolvieran la plata. A las nueve, cuando el tiempo seguía detenido sobre las sillas metálicas, mientras la fila prioritaria daba paso a niños y a la tercera edad, Henry Bejarano, empresario de 49 años próximo a viajar al Brasil, comentaba que nunca antes, ni cuando sacó el pasaporte ni en la primera renovación, había visto un despelote semejante. “¡Ayer estuve aquí desde las seis de la mañana hasta las dos y hoy parece que va a ser igual!”De lentes permanentes y pelo gris echado hacia atrás, Abel Vélez García, funcionario de la Secretaría de Gobierno asignado desde hace tres años a Pasaportes, dice que la congestión de ahora también tiene que ver con la llegada de mucha gente que, con ocho o diez años fuera del país, vino de vacaciones en diciembre y ahora no se puede ir sin la renovación. Pero según lo que le han dicho ya hay un plan de contingencia para que el resto del año el caos no se repita, al menos en iguales proporciones: “Hay un traslado presupuestal de mil millones. 500 para una planta de empleados temporales, cerca de 25 personas de febrero a diciembre, porque en este momento solo hay 12 trabajando fijas. 240 millones serán para modernización de equipos y 260 millones para restructuración logística, lo que permitirá ampliar los módulos de atención en 10 o 12 casillas”.Cuando hablamos, iban a ser las once de la mañana. Hace cosa de minutos había pasado ante una cámara fotográfica, extensión de una chica que manipulaba un computador. No hubo pajarito, ni mire al centro, ni levante la barbilla, ni enderece la espalda. No hubo conteo regresivo, ni diga ¡whisky! Solo un click inaudible y la petición de ella para que de un momento a otro revisara que los datos que titilaban en su pantalla coincidieran con mi vida. Tras una afirmación dubitativa, un numerito apuntado en tinta de lapicero negro sobre un papel quedó en mi mano: 302. “Con esto vaya al banco detrás de la Fiscalía, pague 90.000 y el lunes vuelve por su documento, antes no alcanzamos a entregar”. Afuera, mientras el calor absorbía los charcos de agua y a dos mil pesos, una vendedora de tinto alquilaba butacas plásticas, las cosas seguían en su sitio. 100 o 200 personas se apretujaban en hilera; en la plaza, las palomas y los tramitadores, revoloteaban de arriba a abajo. Mañana, cuando comience el tercer día del trámite, la entrega del pasaporte, se supone, todo será cuestión de minutos.

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