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Una Pradera para mirar hacia arriba

La paz, cada vez más cercana, permite volver a ver lo que antes era lejanía imposible. Mirada al cielo de Pradera, uno de los municipios de la región más estigmatizados por los infiernos de la guerra.

15 de mayo de 2016 Por: Jorge Enrique Rojas | Editor Unidad de Crónicas El País.

La paz, cada vez más cercana, permite volver a ver lo que antes era lejanía imposible. Mirada al cielo de Pradera, uno de los municipios de la región más estigmatizados por los infiernos de la guerra.

[[nid:535965;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/05/734_2.jpg;full;{Este municipio recostado sobre las faldas de la cordillera central lleva casi dos siglos amaneciendo entre un paisaje de montañas verdes y gigantes. Vea más sus hermosos parajes en esta galería.El País}]]

Muchas veces la belleza es también una condena. Así ocurre en Pradera, por ejemplo, el municipio que a una hora de Cali y recostado sobre las faldas de la cordillera central, va para los dos siglos amaneciendo entre un paisaje de montañas verdes y gigantes. Se ven desde el parque, desde el barrio San Roque o desde el Ateneo Comercial, el colegio donde hace tiempo la otra belleza eran las arepitas fritas que doña Consuelo vendía calientes en los recreos. Pero nada como desayunar comiéndose esas montañas en una mirada. Abrir la puerta, y un mordisco. La bicicleta para ir al trabajo, y otro. Parte de la vida diaria podría llenarse solo viendo esas montañas.

Pero esa suerte geográfica que al horizonte dibuja un zigzag, ha sido durante mucho tiempo un panorama de la zozobra antes que de la contemplación. Porque sobre el retazo de cordillera que une al Valle con Tolima y el Huila, y también con el sur del país, ha transitado la guerra sinsentido que aquí y allá, y en tantas partes y de maneras tan disímiles, nos ha deformado la mirada. Incluso a la hora de ver las montañas. Sin embargo desde hace un buen tiempo, dice Alfredo Fernández Claros, nacido hace 55 años en medio de ese paisaje, las cosas han ido cambiando. Y  la gente ha vuelto mirar hacia arriba.

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En un jeep Willys colorado y de carpa blanca al que llama ‘El Pichirilo’, Alfredo recorre de lunes a viernes varias de esas montañas para que 18 niños que crecen allí, lleguen a tiempo al colegio que igualmente queda encaramado en una cuesta. Entonces no solo por pertenecer a esas tierras sino por el oficio al que se dedica, el hombre ha visto el cambio día a día y palmo a palmo. Subiendo hacia el corregimiento de La Fría, que queda trepado a 45 minutos en campero desde la cabecera municipal, Alfredo cuenta ahora de las otras huellas que recorren la ruta que asciende en vueltas de caracol: ya no rastros de balas y angustias, sino marcas de ciclistas, caminantes y atletas que cada tanto emprenden ese camino desprovistos de temores. O bueno, suelen llevar uno: no tener fuerzas suficientes para llegar al final y alcanzar la cima de la piedra Kwet-Wala, que en una de sus grietas refugia a una virgencita de yeso a la que ya hay quienes le adjudican milagros. Las leyendas que de boca en boca suben y bajan por esas montañas hoy también son distintas.

Kwet-Wala traduce piedra grande. Y también un bautizo que no dejó lugar a la exageración: es una roca prehistórica que solo pudo empujar hasta ahí la fuerza de un dinosaurio o la ira de algún dios. Antes de Cristóbal Colón y las hordas españolas, esos terrenos pertenecieron al Cacique San Rafael y justo donde ahora se ve la piedra quedaba la maloka donde él y su gente se reunían a compartir lo que habían cazado en el monte, las piezas de oro que moldeaban las mujeres y los anuncios que sus ancestros les hacían a través de los sueños. Así fue siempre hasta que llegó la sangrienta conquista. El mito dice que para evitar que los españoles arrasaran con todo, el cacique hechizó la maloka convirtiéndola en una piedra hueca donde quedaron guardados todos los tesoros.

El mito también dice –cuenta el conductor de Willys Alfredo Fernández Claros- que una vez un señor que venía del Cauca pasó por allí y vio una cuchara de oro brillando entre una grieta: “Y cuando se metió a cogerla… ¡la piedra se le cerró a las espaldas y lo dejó adentro! Al rato el hombre pudo escalar y salir por un roto. Llegó al pueblo, echó el cuento, se acostó a dormir y nunca se volvió a despertar”. 

Mucho después de los españoles y antes de la otra guerra, el lugar quedó en manos de un terrateniente que al escuchar la historia dinamitó la roca para buscar no solo la cucharita brillante sino toda la vajilla. Pero el estruendo de ambición apenas le hizo algunas rajaduras a la mole; lo que pasó en adelante, cuentan por ahí, es que el cielo empezó a abrirse en tempestades de rayos y truenos que paulatinamente fueron cayendo sobre el ganado hasta que el terrateniente tuvo que irse con las manos vacías. Con la esperanza de conjurar la tormenta es que la virgencita de yeso terminaría empotrada en una de las hendiduras que dejó la dinamita. Años más tarde, las tierras regresarían a las manos correctas.

Desde 1995 allí funciona el resguardo indígena Kwet-Wala conformado por las comunidades de La Fría, El Nogal y La Carbonera, de las que ahora quedan unas 200 familias que, cultivando, encuentran en esas 1.200 hectáreas todo lo que necesitan para alimentarse sin apuros. El suelo, cubierto por hierbas tupidas y esponjosas, es capaz de hacer reventar en frutos casi todo lo que le echen o casi todo lo que le arroje el viento. Más de la mitad del territorio – dice el gobernador del resguardo, Gustavo Adolfo Perdomo- es puro bosque y por eso allí tienen agua pura.  Siembran mora, lulo, guineo, café, tienen ganado y cada familia trabaja su propia huerta, cuenta el alcalde indígena de La Fría, John Árlex Perdomo, que entre su enumeración distingue como la mejor cosecha de todas, los cuatro años que en sus cálculos llevan sin germinar líos de orden público.

El ascenso y descenso de la piedra –tan alta como un edificio de cuatro pisos- tiene una recompensa solo posible en esas montañas: una tasa de aguadepanela caliente de la señora Rosa, una buena mujer que sirve a los comensales en su propia cocina, cerca del fogón ardiendo en los días más fríos, y junto a una puerta que abierta de par en par, por poco deja rozar  algunos de los espirales de niebla que coronan las montañas en cada día de lluvia. A los ciclistas, caminantes y creyentes de la virgen que llegan hasta ahí, la señora Rosa les completa el premio con una tajada del queso fresco y seco que hace Arnoldo, muchacho de manos prodigiosas que vive en el resguardo. Todo por dos mil pesos. “Hace como un año que están subiendo los ciclistas… Nos llaman al resguardo y nosotros estamos pendientes… La otra vez conté como 600 de una sola subida… Aquí también les hago desayuno: huevitos pericos con tostadas de plátano a tres mil quinientos, ¿le provoca?”

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Mirando bien hacia arriba, entre las montañas que la guerra había condenado al olvido,  también están los ríos  Bolo Blanco, Bolo Azul y Bolo. El Vilela y el Párraga. Y también 12 quebradas, 4 lagunas y el Parque Natural Nirvana, que queda en el corregimiento del Arenillo. En esos ríos, cuenta Edinson Quintero Maya, pradereño de 46 años, no pasa lo mismo que ocurre en los ríos de las ciudades, congestionados siempre de gente y tantas piedras como para que a veces no alcance verse ni el agua correr. Allí en cambio, cuenta Edinson, hay charcos a los que todavía se puede saltar de cabeza sin miedo a perderla, un montón de rincones para preparar un sancocho de leña sin riesgo de que las ollas se confundan entre los dueños, y prados y prados, y árboles y árboles, para ir a pasar el día con la familia o para ir a darse besos furtivos a los que resultaría casi imposible seguirles la pista: otra de las bellezas de ese paisaje es que allá no llega la señal del celular.

Pero no todos los secretos ocultos del municipio están encaramados en una cuesta o después de caminos empinados para piernas y máquinas a motor. Saliendo hacia el corregimiento de Lomitas, es el caso, está la hacienda Los Indios, donde se conserva en pie una casa de estilo republicano y 225 años de historia, de los que va contando Rodrigo Núñez, un licenciado en Biología que una vez, al pasar haciendo deporte por ahí, se quedó enamorado al ver ese cuadro detenido en el tiempo y terminó alquilando el sitio. Primero tuvo la idea de montar un centro turístico, un domingo vendió almuerzos, durante tres años se mudó con su familia, y hoy tiene el proyecto de convertir el lugar en un centro de retiros espirituales.  En la hacienda, dice Rodrigo, están todos los árboles que una vez llenaron los solares de la gente del pueblo: hay caimo amarillo, zapote, mamey, níspero, manga-poma, guayaba, madroño, mamoncillo, ciruelo, aguacate y mango. Ese es el único problema por aquí -dice Rodrigo, vestido en una sonrisa-: atrás de la hacienda hay un lago y los muchachos del pueblo que van a nadar, a veces saltan la cerca,  miran hacia arriba, y arrancan las  frutas sin preocupación...

 

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