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Crónica: la anciana que aprendió a escribir para contar el drama de su desplazamiento

Una mujer de 71 años, oriunda de Riofrío, decidió escribir en un cuaderno la historia de dolor y muerte que ha marcado su vida. Relato de valor y perseverancia.

1 de septiembre de 2013 Por: Yesid Toro Meléndez, reportero de Q'Hubo | Especial para Elpais.com.co

Una mujer de 71 años, oriunda de Riofrío, decidió escribir en un cuaderno la historia de dolor y muerte que ha marcado su vida. Relato de valor y perseverancia.

Soledad* no sólo escribió en un cuaderno la historia de sus alegrías y de sus desgracias por cumplirle una promesa a su mamá. También lo hizo para honrar la memoria de su padre y de uno de sus hermanos, asesinados por la guerrilla. Porque cada vez que quería recordarlos, dice, era como reunir a sus otros hermanos en una sesión para invocar un espíritu que les traía llanto y dolor. Entonces decidió hacer, como ella misma lo considera, una segunda edición de “el confidente de mis recuerdos”, ese libro con el que quiso espantar ese cruel recuerdo. El 30 de mayo de 2011, cuando al fin escribió la última línea, Soledad terminó una tarea que comenzó en los años 80, cuando usando un lápiz y unas cuantas hojas de cuaderno inició un relato sobre la historia de amor, de destierro y de pobreza que había marcado a su familia hasta entonces. Para esa época coció las hojas con hilo y así fue armando el compendio. Lo que no imaginó fue que a esa historia tendría que sumarle más adelante un episodio aterrador que cambiaría su vida y la de toda su familia. Soledad no se llama Soledad. Es el nombre que usó esta mujer de 71 años para no revelar en su relato una identidad protegida incluso por la Unidad Nacional de Protección. ¡Pero qué importa su nombre real! Lo que vale es su valor. Lo que cuenta es su persistencia. Lo que importa es su dignidad. Ella, de piel blanca, de ojos azules y de sonrisa nunca ausente, se me pareció cuando la conocí a Napoleón: falta de estatura, pero grande de espíritu. Las gestas emprendidas por esta mujer son tan loables como las de cualquier gran conquistador, solo que a menor escala. De niña sorprendió a todos con sus apuntes inteligentes, con su determinación para poner la cara y defender a sus hermanos, con su curiosidad; adolescente fue guía y compañera de luchas de su padre campesino. Adulta ha sido la columna sobre la cual sus demás hermanos han reposado el dolor de las muertes y despojos de tierras que han marcado la historia de esta familia vallecaucana de nueve hermanos, cinco hombres y cuatro mujeres. Ahora que la tengo frente a mí, sentada en una cafetería de una ciudad cercana a Cali, sé por qué se esconde. Entiendo por qué no quiere que nadie sepa dónde vive, ni cómo se llama realmente. Comprendo por qué cambió los nombres de sus familiares en su libro. Interpreto por qué desconfía de los periodistas y de los funcionarios del Estado; veo cómo se alarma cuando alguien a su lado contesta un celular, comprendo por qué pide que uno la mire siempre a los ojos. Soledad sufre de una enfermedad llamada miedo. Hace ocho años emprendió otra lucha más. La de conseguir que el Estado los repare por todas las violencias de las que ha sido víctima su familia. Destierro, homicidio, amenazas, desplazamiento. Delitos que han provocado no solo ese miedo que sufre Soledad. En su familia igualmente hay daños psicológicos, hambre, pobreza, demencia senil, mendicidad. Un Juez de Restitución de Tierras tendrá que decidir en los próximos cuatro meses qué medida se tomará para reparar a Soledad. Por ahora, su libro nos lleva a saber el porqué de tanto dolor. *******Cuando en los años 50 su familia tuvo que salir de Sevilla, fue por La Violencia. En esa época los liberales se mataban con los conservadores. Y en Sevilla, recuerda Soledad con memoria prodigiosa, los liberales no los querían. Ella había nacido allí cerca, en Caicedonia, pero pequeña la llevaron para ese pueblo vecino donde había más progreso debido al café. “Ese fue nuestro primer desplazamiento forzado. Mi papá corría riesgo en Sevilla por ser conservador, y fue cuando decidió que nos fuéramos para un corregimiento que se llama Buenos Aires, en San Pedro. Allá nos fuimos todos, mis padres, además, querían tener más hijos”.“Tenía seis años de edad cuando le pregunté a mi papá por qué la gente se mataba”, dijo Soledad, mirando al cielo para recordar la fecha exacta. -Por política mija- le contestó su padre. -¿Y qué es política?- replicó ella. -Es ser liberales y conservadores- respondió tajante el progenitor. “Y como yo era muy curiosa aproveché que me mandaron a la tienda y les pregunté a los que estaban allí por qué la gente se mataba. No me respondieron, pero una señora y un señor me tocaron la cabeza y me dijeron que tenía que estudiar porque yo era muy inteligente”. Su padre, a quien ella llamó en el libro Agustín Valencia, fue nombrado corregidor en Buenos Aires. En su relato ella siempre lo recuerda como un hombre trabajador, bueno con su madre y respetuoso con todos, que quería forjar un buen futuro para tener un patrimonio familiar. Ella lo describe mejor en su libro: “En aquel lugar compraron mis padres dos fincas cultivadas en café y agricultura. También con bestias y ganado; así empezó el sueño de quienes querían formar un patrimonio y empezar el proyecto de un futuro, creo que fue en el año 1950, en ese tiempo era muy barato lo que compraban y lo que vendían. Al año siguiente compraron una casa en el pueblo para entrarnos a estudiar y en ese lugar nacieron el resto de mis hermanos. Desde el año 1951 y hasta 1963, poco a poco se iban cumpliendo los sueños de tener unas bases de un futuro a costa de sus esfuerzos y de sus herencias; me imagino que fue el anhelo de dos almas limpias”.De niña, Soledad no peleaba con sus hermanas por los juegos. Lo hacía con su padre porque quería que él la llevara a caballo a los sitios donde tenía que ir para arreglar problemas, o para recoger algún muerto. Era el trabajo del corregidor, una especie de inspector de policía. -Yo montaba un taburete al caballo y él me regañaba- recuerda. -Y siendo usted una niña, ¿por qué fregaba tanto para que la llevara?- le pregunté. -Porque pensaba que si iba con él, quienes le quisieran hacer daño se arrepentirían al ver a una niña al lado- respondió, añadiendo que para dejarla en la casa su papá le preguntaba que con qué arma lo iba a defender. Ella le respondía: “el arma la tengo en la cabeza papá: es la oración”. En ese punto de la conversación, Soledad tose y me pide que le pase una bolsa de papel que yo acomodé a mi lado. Sacó un tarro verde, de esos donde envasan esa bebida energética Vive 100, y tomó un sorbo. Le pregunté qué era y me dijo que se trataba de una bebida a base de jengibre. “Conozco de plantas que curan. Esta tos me acompaña siempre y me tiene enferma, sobre todo en las noches. Además, no tengo con qué ir al médico”. Al retomar la charla, ella guarda el tarro verde en la bolsa y saca de su mente otra anécdota de su niñez. Una que explica en parte por qué terminó de escribir su libro hace apenas unos años. “Como todos en la casa decían que yo era muy inteligente y mis padres decían que yo preguntaba mucho, me matricularon en primaria. Yo estaba contenta, pero un día, una profesora me castigó por estar ayudando a otra alumna. Me sacó al patio, me hizo abrir las manos y me pegó con una regla. Desde ese día prometí que nunca más volvería a estudiar, porque, como le dije a mi papá, uno no va a la escuela a que le peguen sino a aprender”. Años después, los liberales y el frío los obligaron a salir de Buenos Aires. El paraíso que se volvió infierno A la vereda Santa Rita, corregimiento Portugal de Piedras, en Riofrío, Valle, llegaron el 20 de abril de 1960. El terreno de 18 hectáreas que el padre de Soledad consiguió mediante un canje mano a mano por sus propiedades en Buenos Aires, tiene una panorámica fascinante: el valle al frente como el cuadro de un pintor, árboles que se mecen con el viento, una tierra generosa en la que sembraron café, aguacates, cebolla, caña, frutales y pastos para el ganado. Para llegar allí se deja la vía Panorama, un kilómetro más allá está el corregimiento con un parque pequeño, vías pavimentadas y casas de ladrillo y bahareque a los lados. Luego se toma una estrecha vía accidentada por la que sólo los carros más potentes logran subir hasta cierto punto de la vereda Santa Rita. Allá arriba Soledad jugó con sus hermanos, pero también aprendió a escribir. Fue allá en la finca La María, como llamaron al predio, donde ella husmeaba en las cartillas que le mandaban a uno de sus hermanos mayores que estudiaba por correspondencia. “Aprendí a conocer las letras y a ver cómo se juntan para armar las palabras. Así supe cómo tenía que poner una p y luego una a y otra vez una p y al final una a para escribir papá”, recuerda. Y se sobresalta cuando a su mente viene el recuerdo de un señor que un día fue a llevarles un mercado y cuando la vio escribiendo le preguntó qué escribía. -Usted es analfabeta niña, ¿qué es lo que escribe? - le dijo el hombre. -A mí no me diga analfabeta- contestó Soledad. Y remató. Analfabeta es el que no piensa. Los años pasaron y con ellos se juntaron imágenes y recuerdos que están en su libro. Los diciembres, por ejemplo, evocan para ella alegría; fiestas con deliciosas comidas y con todos en casa, pero también traen días de angustia y la imagen de un 24 de diciembre fatal.A mediados de los 80 Soledad, con lo poco que había aprendido, comenzó a escribir su libro. Un día sorprendió a su madre leyendo. “Qué bonito todo esto que ha dicho de la familia mija. Usted tiene que prometer que va a escribir un libro con esto, que va a contar la historia de nuestra familia”, le dijo su madre. ****** Entonces llegó 1993, el año en que la historia de su familia, hasta ese momento contada en esas hojas de cuaderno, iba a cambiar. La guerrilla se tomó la zona montañosa de Riofrío. Llegaron una tarde a La María y le dijeron al padre de Soledad que debía entregar un hijo a la causa y también la finca. Para esa época sólo cuatro hijos estaban con Agustín Valencia. Ramón, como ficticiamente llamó a su hermano asesinado, tenía 45 años de edad. “Mi padre se negó y les dijo que no. Ellos le advirtieron que le daban ocho meses y de ahí en adelante iban cada mes. Al cuarto mes sacaron a mi hermano y yo salí corriendo detrás de él para que no le hicieran nada. Lo iban a matar. Lo arrodillaron y le apuntaron, pero yo forcejeé con una guerrillera y al final las armas no les dispararon”, recuerda la mujer. El 14 de julio de 1994 llegaron por octava vez. Ese día sólo Ramón estaba en la finca junto con su madre. Soledad se había tenido que ir adonde un hermano porque se la habían sentenciado tras la pelea con la guerrillera. Su padre estaba trabajando en el campo y su hermana había salido a llevarle el almuerzo. Fue en el patio de su casa que mataron a Ramón, y ahora que lo recuerda, Soledad siente impotencia por no haber estado ese día allí. “Es que fue mi madre la que tuvo que ver todo y quedó arrodillada suplicando”. A los dos días la familia entera se fue de la finca. Ellos dicen que fueron las Farc las que asesinaron a Ramón, pero un registro de la Fiscalía de la época señala a hombres del ELN como los autores del asesinato del campesino. Sin embargo, Maira Alejandra García Ramírez, abogada de la Unidad de Restitución de Tierras, dice que los registros de las autoridades ese año dan cuenta de la presencia de ambos grupos armados en la zona. Lo dejaron todo. La tierra por la que habían luchado esas “almas limpias”, termino que usó Soledad para exaltar a sus padres, quedó abandonada. El café sembrado, los aguacates colgados, el ganado robado, los frutales al viento, la casa saqueada. Y se fueron a Riofrío. A vivir de la ayuda de muchos a los que Agustín Valencia ayudó cuando era dueño de esa tierra ahora arrebatada a punta de fusil. -¿Y usted qué hizo?- le pregunté. -Volví a su lado. No podía dejar solo a mi padre-. En uno de esos días de destierro llegó una “boleta” a la casa donde estaban. Ella sorprendió a su padre leyendo con preocupación y enseguida supo que se trataba de más amenazas. Un día de octubre de ese mismo año Agustín decidió regresar a la finca. Algunos le dijeron a Soledad que iba a recoger una carga de café, pero ella supo desde un comienzo que quizás su padre había sucumbido al temor y volvió para entregar la finca. Pasaron dos meses y Agustín no regresó. Entonces la angustia se apoderó de ellas y le reportaron a las autoridades la desaparición. La Policía decía que a esa zona no iban, el Ejército tampoco y el DAS menos. Pero en diciembre la Personería de Riofrío envió una comisión a Santa Rita para buscar pistas y saber qué había pasado. El 24 de diciembre, mientras todos celebraban la Navidad, Soledad y sus hermanos encontraron unos huesos cerca de la finca. La ropa les permitió reconocer a su padre. Fue espantoso para ellos, creo yo, ver en semejante estado a ese hombre que luchó tanto por su familia, al noble labriego, al padre cariñoso, al esposo ejemplar. Al que Soledad, pese a tener ya 51 años, consideraba un súper héroe. ¡Qué ironía! Desde ese sitio se veía la casa. Un año atrás todos estaban reunidos celebrando. Los años del sufrimiento Apenas tomaron sus ropas y se marcharon de ese lugar. Los años siguientes fueron de necesidades y constantes tristezas. La fa milia se desintegró, la madre terminó viviendo en la casa de una hija ya casada, Soledad se rotaba en las casas de sus hermanos, Juan, otro de ellos se quedó sin trabajo. El 25 de mayo de 2009 murió la madre. Soledad le prometió terminar su libro y publicarlo. Y escribió sobre ella: “Yo arreglé amorosa sobre tu helada frente, tus cabellos blancos por los años, y después encerrados por la confusión nos unimos en un estrecho abrazo en el aposento donde se apagó la luz de tu existencia, vivos al dolor pero a la esperanza muertos…”.Ya antes de morir su madre ella había comenzado su lucha por reclamar justicia y reparación. La abogada Maira Alejandra García dice que Soledad contó muchas veces su historia y muchas veces también fue rechazada. “En todos esos años dio muchas vueltas y le cerraron puertas y no fue bien atendida. Pero no se detuvo. Pese a la desintegración de su familia y a las dificultades económicas, ella siguió con el mismo valor que siempre ha tenido”. Una lucha valerosa Cuando en 2005, Soledad llegó a la ciudad donde actualmente vive, lo hizo con dos de sus hermanos. Se acercó a la Defensoría del Pueblo en ese departamento y ocurrió el milagro que en el Valle no se le había dado. Logró la reparación del Estado por el asesinato de su hermano. Y más adelante, cuando entró en marcha la Ley de Restitución de Tierras, la Defensoría la asesoró para que iniciara el proceso de reclamación. Ahora que me detengo a preguntarle a Soledad por su situación actual, me quita la mirada por un instante. Y prosigue para contarme que ella y sus hermanos viven por la misericordia de Dios. Su hermano, de 60 años, no tiene trabajo y ya nadie le da. Y su hermana, mayor que ella, acude a veces a la caridad en la calle para llevar algo a la casa. Viven en una pequeña casa de un barrio de estrato uno, donde la pobreza es un legado de sus desdichas pasadas. Pero ella, con su peinado pulcro como su ropa, dice que no es capaz de mendigar. Y yo creo que más que por orgullo, ella se niega a hacerlo porque su coraje y su valor no se lo permiten. Soledad nació no sólo para acompañar a su padre y defender a sus hermanos cuando niños. Nació para pelear con una guerrillera que quería matar a su hermano Ramón, para consolar a sus padres tras el vil asesinato de éste, para cuidar de su madre hasta su muerte, para velar y dar fuerzas a los que viven con ella, para reclamar, al menos en parte, lo que unos criminales guerrilleros les quitaron. El año pasado fue hasta la Unidad de Restitución de Tierras, dirección territorial Valle del Cauca. Allí le recibieron de manera gratuita su declaración y comenzó el proceso para saber qué había ocurrido con el predio que dejaron abandonado en 1994 en Riofrío. Desde que la ley se puso en vigencia, en el Valle del Cauca han habido 1.680 solicitudes de restitución de tierras. La mayoría son víctimas de la guerrilla y de los paramilitares. La Unidad ha presentado 144 demandas y los jueces de restitución han emitido 18 sentencias, es decir, 18 víctimas han regresado a sus antiguos predios. Entre los municipios donde se adelanta este proceso está Riofrío. También Tuluá, Buga, Cali, Bolívar, Bugalagrande, El Dovio, Sevilla, Trujillo y Jamundí. En el caso del predio de la familia de Soledad hay un lío. Resulta que tras la salida forzosa en 1994, el terreno quedó en manos de la guerrilla hasta unos años después. Existe un folio en el que el Incoder le adjudicó en 2007 ese predio a un particular que demostró la explotación económica de esas tierras. Sin embargo, cuando los funcionarios de la Unidad de Restitución rastrearon la historia del predio, encontraron que en la Tesorería de Ríofrío reposaban unos comprobantes del pago de impuestos por parte del padre de Soledad. Con esos datos buscaron los folios en la Oficina de Registros Públicos, donde antes no aparecía rastro del predio, y hallaron que sí existe un terreno con las mismas características al que el Incoder había adjudicado. Los técnicos de la Unidad levantaron los planos y encontraron que son idénticos. “Es decir que sigue apareciendo como dueño en los folios de registros públicos el papá de Soledad. Pero hay un folio del Incoder adjudicando el predio a otra persona. Hay un reto en este caso. Aunque entiendo que la señora ya no quiere vivir allá”, explicó la abogada Maira Alejandra García.Soledad misma me confirmó que no está esperando que le restituyan sus derechos sobre esas tierras. “Que voy a querer regresar a un sitio donde mataron nuestra felicidad”. La semana pasada fui hasta la finca donde ocurrió la tragedia de esta familia. Al lado de la carretera hay una casa de madera con techo de zinc donde vive una familia. La señora de esa casa me señala un camino loma abajo. “El lugar ya no está en pie, lo fueron desvalijando con los años”. Cinco minutos después, en medio de los árboles de frutillo que invaden el paisaje, escucho el suave balanceo de los árboles con el viento y veo el cuadro del valle pintado por el artista creador. La maleza y el frutillo cubren lo que queda: los muros de un tanque del agua, las bases de las habitaciones, un abrevadero para las reces, un establo, la taza del sanitario azul, unas tejas de barrio arrumadas. Una bota negra de caucho que me pregunto si habrá sido del padre o del hermano de Soledad. El sitio mismo es un epitafio que recuerda que allí yacía la felicidad y que hubo dolor. Soledad lo detalla mejor en su libro: “¿Y a los que quedamos vivos qué nos quedó? Lágrimas para llorar nuestros muertos. ¿Y a los que fuimos desplazados? También nos quedaron lágrimas que marchitaron nuestra juventud”.*Los nombres de Soledad, Agustín Valencia y Ramón fueron creados por la protagonista para proteger su identidad.

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