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Los rostros y las huellas del conflicto armado en Toribío, Cauca

La cercanía del acuerdo de paz genera sentimientos encontrados en Toribío, uno de los pueblos más golpeados por la guerra en Colombia

27 de septiembre de 2015 Por: Jorge Enrique Rojas | El País.

La cercanía del acuerdo de paz genera sentimientos encontrados en Toribío, uno de los pueblos más golpeados por la guerra en Colombia

"Nosotros hemos sido los más afectados con el conflicto,  nos ha tocado poner los muertos, los heridos, los desplazados, las casas dañadas. Nosotros hemos sufrido tomas guerrilleras desde 1983 y desde ese año fueron 14. Luego los hostigamientos, que fue la modalidad de los ataques desde cualquier lado de la montaña, ¡y van más de 700! Pero desde finales del año pasado, cuando empezó el cese al fuego unilateral, comenzamos a vivir más tranquilos en Toribío, los niños volvieron al parque porque antes todo era zozobra. Así que ahora el anuncio de la firma del acuerdo nos da mucha esperanza de que al fin podamos vivir en paz en nuestro territorio; pero al mismo tiempo tenemos temores,  varios temores, porque el conflicto ha dejado una huella grande acᅔ. Desde la verada La Palma, en la panorámica que ese lugar permite de uno de los pueblos más atacados por las Farc en todo Colombia, sobresalen a la distancia una ‘Y’ formada por tres de las calles que lo atraviesan dibujando una disyuntiva sobre su mapa, y una cantidad de techos metálicos que al tragarse la luz a esa hora se ven blancos. Faltando diez para las cuatro de la tarde del pasado jueves, Toribío había quedado montaña abajo, diminuto entre una hondonada de la cordillera; sobre los picos más elevados, azules y grises al fondo, los dedos del sol se asomaban entre las nubes. Gabriel Paví, el gobernador del resguardo indígena que lleva el mismo nombre del municipio, contemplaba la panorámica intentando explicar por qué esta promesa de paz con fecha en el calendario les genera, al menos por ahora, una sensación contradictoria: “En el casco urbano solo viven 3200 personas. El resto, es decir, 32.000 personas, viven en las montañas bajo la justicia indígena que administra los tres resguardos que comprenden las 49.000 hectáreas de tierra en las que están. En la actualidad, en nuestros territorios tenemos un problema con los cultivos ilícitos y, calculando, el 5 % de la gente está involucrada; ese es uno de los efectos que el conflicto nos ha dejado y por eso uno de los temores: porque no es que no queramos la paz, al contrario, sino que tememos por lo que se venga. La mayoría de guerrilleros que han estado en esta zona, por decir algo, son combatientes rasos que van a quedar sin alternativa de vida, por lo que pueden volverse delincuencia común y repetir acá lo que pasó con los ‘paras’”. El gobernador Paví hablaba al término de una reunión con los representantes de la vereda. En los últimos días ha estado recorriendo el resguardo cumpliendo encuentros similares. Ya van 13, dice, acomodado sobre un montículo de pasto a las afueras de una casa y apoyado sobre su bastón de mando. En la mayoría de ocasiones el tema de los cultivos ilícitos ha sido recurrente; aunque los encuentros fueron pactados para revisar problemas familiares y del transcurso de la vida en cada comunidad, las plantaciones de marihuana que en los dos últimos años crecen cada vez más visibles en las montañas de Toribío se han convertido en otro de los problemas colaterales que la guerra les ha llevado.  En las cuentas del Gobernador, por ejemplo, están los casos de varios chicos indígenas que tentados por el atajo de la plata fácil aceptaron llevarle un paquete a alguien hasta Santander de Quilichao  o Cali, y hoy están en la cárcel por microtráfico. Y de otros tantos, ya innumerables, reclutados en el último tiempo para sembrar, cosechar, peluquear y desmoñar la producción de cultivos que en el camino de bajada de Toribío, creciendo a las orillas, casi alcanzan a rozarse con los dedos. Las plantaciones y sus efectos se han extendido de tal forma, dice Paví, que ya han visto niños indígenas fumando. Un campesino, sin nombre para este artículo, dice que si bien las plantaciones de las que él tiene conocimiento no son de la guerrilla, esta  sí le cobra vacuna a los dueños. En las montañas que se levantan sobre el camino de ascenso a Toribío, el tránsito constante de motos, las motos estacionadas en puntos estratégicos, las motos cargadas con bultos, las camionetas de vidrios negros, las motos con doble parrillero, los anuncios caseros que ofrecen venta de gasolina cada tanto, las  noches sucias de humo de motocicleta y los bombillos de luz blanca colgando sobre cuadrículas de cableado tendido encima de parcelas de tierra donde ya no crece café, solo se explican como parte de una estructura funcionando en torno a un negocio ilícito que se cuida como droga. El campesino sin nombre dice entonces que el temor de la gente es que, firmada la paz, los guerrilleros que no se acojan al proceso aprovechen la estructura del negocio ya existente  para seguirlo operando, pero ya como  banda criminal. Del otro lado del miedo, sin embargo, el gobernador Gabriel Paví divisa esperanza. Después del conflicto se imagina la vida ocurriendo según el plan del Pueblo Nasa y el diseño de sus sistemas de salud, economía y educación.  Se imagina el territorio convertido en un polo turístico: “Acá tenemos tres pisos térmicos: caliente templado y páramo, y hay un lugar, la Cuenca del Río Isabelilla, donde estamos haciendo inventario de fauna y adecuando los sitios sagrados, pensando también en que después del conflicto vengan los turistas a conocer todo esto. Hay grandes casas Nasa que pensamos adecuar con pisos y baños para que sirvan de posadas”. La incertidumbre que en Toribío plantea la cercanía del acuerdo de paz, todavía con tantos temas cruciales sin resolver, puede llegar  a ser un reflejo más o menos fiel de lo que en torno al anuncio ocurre por estos días en otras poblaciones del norte del Cauca, donde la lógica de financiación de las Farc ha dejado sembradas dinámicas que trastornaron no solo la economía de comunidades completas sino incluso su arraigo cultural. En Toribío se ejemplifica sobre todo este último aspecto, según cuentan su secretario de Gobierno, José Miller Correa, y los registros de los últimos Comités de Convivencia Escolar que demuestran que el consumo de estupefacientes hoy es el primer problema de los estudiantes del pueblo. “Aquí era raro ver a un indígena consumiendo, pero esa es la triste realidad que hace parte de todo lo que ha traído el conflicto… Nosotros apoyamos el proceso de paz y lo demostramos desde las elecciones presidenciales, donde el 98 % del pueblo votó por Santos;  no por él, sino por la paz. Y queremos la paz, pero la paz integral, no solo la paz de la paloma. Por eso creo natural la incertidumbre de la gente, porque no es claro lo que viene. ¿Dónde aquí se nos meta una banda criminal, quién la controla?”, se pregunta el Secretario de Gobierno antes de contar un dato que le cambia el semblante: este año, con el cese al fuego unilateral andando, por primera vez dejaron de destinar parte del presupuesto del Municipio a la atención inmediata de víctimas del desplazamiento. “Como no ha habido ataques, ni hostigamientos grandes, pudimos guardar veinte millones de pesos para apoyar proyectos productivos. Uno  es de gallinas”. Desde hace mucho el Secretario no tenía entre sus manos cuentas que lo hicieran ‘cacarear’ de dicha. Los números que acompañaron su cotidianidad durante estos años de gestión no fueron más que una acumulación de penas: entre 1998 y el 2012, 97 personas murieron en Toribío víctimas de  asesinatos selectivos, minas y explosiones. Entre el 2005 y el 2014, trece niños, entre  1 y los 17 años, cayeron consecuencia de artefactos explosivos. Entre el 2002 y el 2012, 195 personas resultaron heridas en las calles y montañas. Pero poco a poco, la calma que la tregua ha venido instalado en el ambiente ha ido  cambiando no solo las cifras de tragedia, sino la cara del pueblo: entre las cuentas felices del secretario Perdomo ahora también está la duplicación de locales comerciales, con varias carnicerías que abrieron sus puertas, al igual que un almacén de electrodomésticos y los Billares Copacapana, que se estrenan en una esquina. El padre Ezio Roattino, de 79 años, los últimos 33 en el Cauca, sobre todo en Toribío, ha visto todas las desproporciones que la guerra ha regado sobre su suelo. Y las que no caben ni en el cielo: niños cortados por balas, la muerte rompiendo cuerpos de mujeres y abuelos, cilindros de gas reventando casas, una bomba que camuflada en un bus escalera fue lanzada en el 2011 contra el búnker Policía y terminó dejando 4 muertos,  75 heridos y 224 familias afectadas... Por eso entiende la naturaleza de la incertidumbre que la situación genera:  “Aquí, por la guerra y sus consecuencias, la gente se queda siempre con una memoria de la tragedia en su corazón: hay familias destruidas, familiares desaparecidos. A un pueblo como este, con tanto conflicto, tanta muerte, tanto menor yendo a la guerra, una fecha (de la firma del acuerdo) no le  aclara el camino pero al menos es una esperanza. Hoy es  novedad no escuchar siempre el sonido de la guerra y por eso en adelante es clave una palabra: vigilar.  Hay que estar atentos, vigilar como Dios, que no duerme. Por ahora todo es un mar agitado, pero por ahí aparece la aurora…”.  Hace cuatro años, en el atentado de las Farc contra la Policía, la transmisión del bus escalera donde fueron camuflados los explosivos con los que pretendían hacer estallar la estación quedó incrustada en una pared de la casa cural desde donde habla el padre Ezio; hoy ese pedazo de chatarra que en algún momento simbolizó la desgracia, está en el suelo, por ahí, puesta como abono de lo que un día tal vez llegue a ser un jardín. Junto a plantas, veladoras de la virgen y materas dispuestas alrededor, la vida, en la rama de una enredadera, crece sobre los rastros oxidados de muerte.

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