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25 años del acuerdo de paz en El Salvador, ¿qué lecciones hay para Colombia?

El acuerdo de paz se logró luego de doce años de guerra, cerca de 70.000 muertos y una gran devastación económica.

18 de enero de 2017 Por: Diego Arias* | Especial para El País

El acuerdo de paz se logró luego de doce años de guerra, cerca de 70.000 muertos y una gran devastación económica.

Mirar la realidad de un país varios años después de haber puesto punto final a una guerra puede resultar muy frustrante si la expectativa era que por cuenta de un acuerdo de paz los más importantes problemas iban a ser resueltos. El pasado lunes se cumplieron 25 años de la  firma, en México, del ‘Acuerdo de Chapultepec’, que convinieron las cinco guerrillas agrupadas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln) y el Gobierno salvadoreño, en cabeza del presidente Alfredo Cristiani, un empresario elegido por el partido más radical de ultraderecha, Alianza Republicana Nacionalista (Arena), que tuvo la audacia de proponer y sacar delante un complejo acuerdo de paz luego de doce  años de guerra, cerca de 70.000 muertos y una gran devastación económica.  Algunos pensarán que luego de tanto tiempo de la firma de la paz no cambiaron muchas cosas y es cierto. Las dificultades económicas, la desigualdad, la corrupción y la violencia originada especialmente en el fenómeno de ‘las maras’ (un problema derivado de la migración hacia EE. UU. en tiempos de guerra y no un fracaso de la reintegración de los excombatientes) siguen siendo asuntos que, pese a logros parciales, persisten como problemas estructurales. Lea también: Gobierno y Farc firmaron nuevo acuerdo de paz en Bogotá. Es  mucho pedirle a un proceso de paz que transforme radicalmente, y para bien, la situación de un país. Pero hay asuntos cruciales que son por definición la esencia de un acuerdo y a la luz de este postulado no hay duda de que si algún proceso ha sido exitoso, este es el de El Salvador. En un país con una fuerte tradición del uso de la violencia por parte de sectores radicales de derecha y una histórica y profunda presencia de los militares en los distintos aspectos de la vida nacional (más allá de su estricta competencia), el pacto de paz entre la guerrilla y el Gobierno tenía un fin esencial. Este era la ‘desmilitarización’ del país y la estructuración de un nuevo marco político de participación democrática con plenas garantías, tanto para la antigua insurgencia como para sectores sociales que, actuando en la legalidad, habían sido objeto de violencia oficial y particular (escuadrones de la muerte), incluyendo a la Iglesia Católica, tildada durante mucho tiempo como “izquierdista” y que dio en sacrificio a líderes como monseñor Óscar Arnulfo Romero y a los sacerdotes españoles jesuitas asesinados en San Salvador por las Fuerzas Armadas en medio de la llamada Ofensiva Final que el Fmln inició en noviembre de 1989. Si se analiza con detenimiento, el ‘Acuerdo de Chapultepec’ gravita sobre esta idea de la ampliación de la democracia, con la adopción de medidas, cambios en materia de doctrina y rol de las FF. AA. (incluyendo su reducción y desarticulación de las unidades de containsurgencia), garantías y protección de los DD. HH, reformas judicial y electoral y algunas de orden social y económico. No es fácil terminar una guerra. El proceso de paz salvadoreño ha debido sortear enormes dificultades y momentos de crisis, como la ‘insostenibilidad’ de una amnistía general promulgada al amparo de la Ley de Reconciliación y concebida inicialmente como solución jurídica para todos los combatientes, incluidos los militares.  Suele haber una discrepancia entre lo que se firma en el papel y lo que luego, en la práctica, es posible materializar. Hay realidades políticas, jurídicas (internas y externas) y de presupuesto que condicionan las ejecutorias, pero la esencia del pacto, que fue la renuncia a la violencia para el ejercicio de la política, ha logrado ser preservada. En democracia, a una guerrilla desmovilizada le puede ir bien, regular, muy mal o ser incluso intrascendente, con lo cual, por sí mismo, no puede decirse que un proceso de paz haya fracasado si han sido extendidas debidamente las garantías para una participación realmente democrática. Pero  el caso salvadoreño es sobresaliente por cuenta del notable éxito político electoral de la guerrilla desmovilizada. ‘Las comparaciones son odiosas’ dice un viejo refrán, pero casi siempre son inevitables, más aún tratándose de esfuerzos por terminar guerras y sacar adelante procesos de paz. Guardadas las proporciones y distancia y con respeto por cada contexto, sin duda, el proceso de El Salvador tiene  enormes similitudes con el de Colombia, para el caso de la reciente negociación con las Farc, pues de lo que se trata aquí (y lo fue allá) es esencialmente un cambio en las reglas del juego para poder reemplazar el uso de las balas a cambio de votos. Pero aunque ni en términos de su fortaleza militar ni de su prestigio y reconocimiento político el Fmln puede ser comparado con las Farc, si es posible decir que un gran logro de la paz pactada es lograr, por vía de la participación política, una democracia no solo más ancha sino también más profunda. De conjunto, los salvadoreños le apuestan ahora a lograr una “nueva generación de acuerdos”, que profundicen el pacto de paz de 1992, que dejó varios ‘pendientes’ y requiere ‘ponerse al día’ para enfrentar los nuevos desafíos que han surgido en su desarrollo. Pero nadie discute el éxito innegable de ese proceso. Sin propuestas de extrema izquierda, hoy la exguerrilla salvadoreña está en el poder por segunda vez consecutiva, luego de varios intentos en los que estuvo muy cerca de gobernar, además de contar con una significativa presencia en la Asamblea Legislativa (Congreso) y decenas de alcaldías.  Y es muy diciente que el actual Presidente de la República sea un antiguo y antes radical comandante guerrillero, Salvador Sánchez Cerén, quien ha jurado defender la Constitución de ese país y a quien, del otro lado, las Fuerzas Armadas que lo combatieran alguna vez ahora le ofrecen lealtad y deben a él su total obediencia. Ya las ideas políticas, la contradicción e incluso la polarización, se deciden en las urnas y no en los campos de batalla. ¡Este es el verdadero éxito de un proceso de paz! (*) Excombatiente del Fmln (El Salvador) y del M19.

 

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