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Las ‘ollas del mal

"Y qué decir de los ciudadanos que deben experimentar el acoso de la delincuencia que se incuba en esos antros donde la ley es una excepción y la corrupción hace posible que muchos funcionarios miren para otro lado e ignoren el enemigo social que allí se desarrolla".

4 de abril de 2013 Por:

"Y qué decir de los ciudadanos que deben experimentar el acoso de la delincuencia que se incuba en esos antros donde la ley es una excepción y la corrupción hace posible que muchos funcionarios miren para otro lado e ignoren el enemigo social que allí se desarrolla".

Combatir las llamadas ollas donde el expendio casi libre y tolerado de drogas ilícitas se hace a la vista de todo el mundo, es de aquellas decisiones largamente esperadas por los habitantes de ciudades como Cali. El mal tiene muchísimos años de convivir en medio de la comunidad y demasiadas explicaciones de las autoridades, tratando de justificar el porqué se ha permitido la existencia de esos espacios donde el consumo de estupefacientes destruye vidas, sus habitantes se convierten en esclavos de mafias que explotan sus necesidades, y las ciudades padecen el deterioro que presenta Cali en las zonas de El Calvario, la galería Santa Helena, el barrio Sucre y algunos sectores de Aguablanca y la ladera. Para justificar lo que ocurre en esos sectores siempre se ha tratado de explicar diciendo que debe respetarse el libre desarrollo de la personalidad, que es consecuencia de la extrema pobreza y las necesidades insatisfechas que obligan a rebuscar el pan como sea. La verdad es que este es otro ejemplo más de cómo el Estado ha dejado enormes vacíos que son llenados por la ilegalidad y el crimen, casi que renunciando a su obligación de prevenir comportamientos que dan lugar a la creación de poderosas organizaciones criminales y a la explotación de personas a las cuales se les destruye su dignidad y se convierten en antisociales.Basta darse una pasada por la Calle 16 entre carreras 8 y 15 de Cali para entender lo que se incuba en las ‘ollas’: desde reducidores que compran a los raponeros, hasta organizaciones que viven de despresar vehículos; desde un cigarrillo de marihuana hasta enormes cantidades de dinero que se mueven a diario por los consumidores de la zona, niños, mujeres o adultos, quienes se agrupan en cualquier parte para usar la droga que destruye su vida y en muchos casos es pagada con los recursos que provienen de asaltos, robos y toda suerte de delitos, incluido el sicariato. El precio de ese vacío lo paga la ciudad, que ve cómo se destruye su organización social y se deteriora su espacio público. Pero las principales víctimas son los que caen en las garras de las organizaciones criminales que reinan en esos lugares. Y qué decir de los ciudadanos que deben experimentar el acoso de la delincuencia que se incuba en esos antros donde la ley es una excepción y la corrupción hace posible que muchos funcionarios miren para otro lado e ignoren el enemigo social que allí se desarrolla. Ahora que el presidente Juan Manuel Santos da la orden para que esos lugares sean combatidos, se presenta también la oportunidad para rescatar el espacio público, perseguir el germen del delito urbano e implantar el orden que se requiere para la sana convivencia, y para devolverle la tranquilidad a la sociedad que los padece. Pero también es momento para asumir el deber de buscarle salidas y ofrecerles alternativas a quienes caen en ellas, padeciendo la tragedia de la adicción y la pérdida de sus atributos como seres humanos miembros de una sociedad. Bajo esas premisas, la lucha contra las ‘ollas’ no debe tener claudicación.

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