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La discusión eterna

No parece haber mayor discusión sobre la obligación moral y legal de mantener la lucha contra el que ha sido calificado enemigo número uno de la sociedad. Queda el debate de qué hacer con respecto a los consumidores, el último eslabón de la cadena y la víctima directa de las drogas ilícitas.

21 de mayo de 2013 Por:

No parece haber mayor discusión sobre la obligación moral y legal de mantener la lucha contra el que ha sido calificado enemigo número uno de la sociedad. Queda el debate de qué hacer con respecto a los consumidores, el último eslabón de la cadena y la víctima directa de las drogas ilícitas.

Cada cierto tiempo, los dirigentes nacionales e internacionales avivan la controversia sobre qué se debe hacer para enfrentar el problema de las drogas ilícitas y su consecuencia nefasta, los millones de consumidores que pagan con su salud la adicción y con sus recursos alimentan las mafias que se enriquecen con la desgracia. La pregunta ahora debe ser si no existen los elementos de juicio suficientes para pasar de la discusión eterna a los hechos. Lo que va quedando en claro es que son muy pocas las voces que reclaman la legalización de las drogas ilícitas. Su devastadora capacidad de destrucción hace crear un consenso abrumador sobre la imposibilidad de dar un paso que, además, permitiría blanquear los imperios del mal y los capitales creados a la sombra de un negocio multimillonario sin duda debido a la persecución que el mundo ha mantenido como estrategia para defender a la humanidad de los horrores de la drogadicción. Porque eso es lo que el narcotráfico le ha producido a las sociedades que habitan el planeta: el horror de tener que presenciar la destrucción de vidas, familias y conductas. Y la desgracia de tener que sacrificar preciosos recursos en la tarea de combatir a los traficantes de la muerte, quienes usan sus utilidades para generar violencia y en muchos casos desestabilizar a los Estados o corromper a los ciudadanos. Colombia ha sido víctima principal de ello, y a pesar de haber superado gran parte de la amenaza, todavía siente las dentelladas que se expresan a través de las Bacrim, las guerrillas o la delincuencia que se disputa las calles para apoderarse del ‘microtráfico’, creciente industria que destruye el futuro de miles de jóvenes y adultos.Entonces, no parece haber mayor discusión sobre la obligación moral y legal de mantener la lucha contra el que ha sido calificado enemigo número uno de la sociedad. Queda el debate de qué hacer con respecto a los consumidores, el último eslabón de la cadena y la víctima directa de las drogas ilícitas. Allí es cuando las teorías abundan y los Estados no atinan a definir una política clara que cumpla el doble propósito: proteger la salud como un derecho fundamental e inalienable de los individuos y a la vez defender a las naciones de los daños que genera. En ese marco, el dilema está en romper la cadena sin afectar los derechos de los individuos. Es decir, cómo hacer para disminuir el consumo generador de las enormes ganancias del narcotráfico. Es entonces cuando los Estados apelan a la represión mediante la penalización del consumidor. O aparece la alternativa, la de tratarlo como un asunto de salud pública que se sanciona mas no se penaliza en tanto se ofrecen medios para ayudar a superar la enfermedad. Esas son las dos caras de una misma moneda, la del daño que produce a las sociedades un fenómeno que además de destruir vidas humanas se ha convertido en amenaza para la organización social, generando un debate que no parece tener límites mientras el problema crece y el perjuicio se expande por todo el mundo. Ese es el asunto que hoy demanda soluciones más que diagnósticos.

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