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Un grito en el desierto

Ocurrió la semana pasada. A simple vista se trataba de una de las tantas fotos que nos llegan hoy.

13 de diciembre de 2020 Por:

Ocurrió la semana pasada. A simple vista se trataba de una de las tantas fotos que nos llegan hoy. En ella, un grupo de personas celebraban algo. Quizá algún título que a manera de cartón enarbolaban en sus manos. Incluso, y para ser papista, no había distanciamiento entre ellos, mas sí tapabocas.

Esa era la forma, aunque lo importante es el fondo que había en esa imagen: 70 familias campesinas colombianas andaban felices porque se acababan de acreditar como propietarias de sus predios en este país donde la tierra sí que es la cuestión.

No lo habían hecho a punta de invasiones. O de despojos, como se acostumbra. Lo hicieron como parte de un proceso de formalización, eso mismo que funciona sí, por un lado, no se atraviesa alguien interesado en doblarle el cuello a la Justicia. Y, por el otro, si quienes se empeñan en lograr hacerse a lo que les pertenece, mandan al carajo individualismo y asistencialismo, y se dedican más bien a materializar los sueños colectivos. Esos hombres y mujeres anónimos que sí son imprescindibles.

Claro, no siempre pasa. Y no porque la gente no elija esos caminos sino porque para mantener el barril sin fondo de su hegemonía de la propiedad, hay quienes se han especializado en Colombia en mantener sus canonjías a punta de violencia.

Pero déjenme contarles dónde pasó esto. Y, sobre todo, cómo fue. El predio se llama El Pescado. Está en la vereda La Paulina, en el municipio de Valdivia, Antioquia. Lejos en el mapa, muy cerca de tanta realidad rural nuestra.

Casi todos ellos, los 70 ahora propietarios (sin que ahora nadie ponga en duda esa condición), habían sido cocaleros, no porque les gustara, como ocurre con cientos de miles de compatriotas en este país, sino porque les tocó.

Algún día, en medio de la guerra y de la plata, decidieron bajarse de ese carro. Sus hijos, entre muchas razones, tenían derecho a vivir de otra forma y sin servirle a los patrones del miedo.

Buscaron quién los escuchara, más allá de la indolencia estatal, y hallaron en la cooperación internacional y en algunos funcionarios regionales la voluntad de servirles de aliados en este sueño.

Se necesita tierra para trabajarla, clamaron. Y se pusieron a buscarla.
Dieron entonces con un predio que pintaba bien para aquello a lo que decidieron apostar, el cacao, y se asociaron como productores. El lote estaba en venta y, con el aval de la alcaldía, la banca prestó.

Solo que de eso tan bueno no dan tanto. El tal predio resultó una suma de líos. Los ochenta millones que costó fueron lo de menos porque el vendedor, y quienes a su vez le habían vendido a él, quisieron hacerles ‘conejo’.

Por lo tanto, no quedaba más que dar la pelea. Pero para hacerlo era necesario prepararse. Entonces los 70 ahora propietarios volvieron a la escuela a formarse y capacitarse como gestores por el derecho a la tierra.

Y fue ahí cuando se convencieron de que ese día de la semana pasada era posible. Por eso no pararon hasta conseguir la obtención de sus derechos, a la vez que convertían a su asociación (Asocaval, se llama) en un ejemplo que ya entrega resultados nacionales y en el exterior a donde ya disfrutan su cacao.

Vale decir que de no ser por la tarea de muchos actores externos, el final no sería este. Pero quienes merecen los laureles son los propios campesinos que le ganaron a todo, incluso a la guerra, con fe de carbonero y trabajo diario: la paz silenciosa.

Un ejemplo a seguir, y a replicar, sobre cómo vencer obstáculos jurídicos y sociales, y no pocos estigmas. Una muestra de que se puede educar sobre este tipo de asuntos, para que el país cambie a partir de la inclusión de quienes son sus auténticos protagonistas, en este caso, la gente del campo. Y, en definitiva, un grito desde el desierto a la propia cara del centralismo y a sus oídos sordos.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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