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Un clásico de los nuestros

Debía sentir vergüenza ajena, pero es propia. Al fin y al cabo el fútbol es uno solo -o es lo que creemos- y cuando un River vs Boca termina en lo que terminó el sábado (ni siquiera el partido sino apenas el previo), hay que entrar a preguntarse si no estamos equivocados de afición

25 de noviembre de 2018 Por: Víctor Diusabá Rojas

Debía sentir vergüenza ajena, pero es propia. Al fin y al cabo el fútbol es uno solo -o es lo que creemos- y cuando un River vs Boca termina en lo que terminó el sábado (ni siquiera el partido sino apenas el previo), hay que entrar a preguntarse si no estamos equivocados de afición; o si esto que comenzó siendo un deporte, ha terminado en convertirse en un espejo gigante de la sociedad en que vivimos.

Y es que mientras pasaban esas largas horas que transcurrieron entre el apedreamiento al bus en que viajaba la delegación de Boca Juniors y la decisión de aplazar el partido, comenzaron a aparecer esas inquietudes a las que a veces les damos la espalda.

La primera, y quizás la más importante, es: ¿Hasta dónde va esa condición intocable que el fútbol ha alcanzado en nuestros tiempos? No lo digo solo por el famoso blindaje aquel que impide cualquier intromisión de los Estados en las federaciones afiliados a la Fifa, sino porque situaciones como la del sábado pintan de pies a cabeza los alcances del poder dirigencial sobre las instituciones mismas.

¿Cuál era el verdadero afán de unos señores reunidos en un recinto cerrado, entre ellos los presidentes de ambos clubes, el máximo titular de la Confederación Suramericana de Fútbol y el todopoderoso Gianni Infanti, nuevo amo y señor de la Fifa, entre otros?

No preguntarse por la gravedad, mayor o menor, de los jugadores y demás personas afectadas por la emboscada. O enterarse de qué tamaño eran los enfrentamientos entre la Fuerza Pública y grupos de delincuentes con camiseta que se agolpaban en las afueras. Tampoco, calcular los riesgos que -visto el ambiente externo y posibles retaliaciones del otro bando- podían entrar a correr las 50 mil y pico de personas que estaban dentro del estadio Monumental.

No, el debate -y así quedó claro después- giraba en torno a cuántas horas y minutos debía postergarse el inicio del partido. Eso era lo único que importaba allí. ¿Y la vida de muchas personas?, porque eso era lo que había estado en juego, tema secundario.

Ni siquiera interesaba la salud de los propios protagonistas, afectados por esquirlas de vidrio, problemas respiratorios y estrés, nombre que a veces sirve para llamar al miedo. Quedará para el muro de la infamia que estuvo a punto de obligárseles a que salieran a jugar así. Es más, sin contemplar que llevaban siete horas a la espera, con las restricciones de consumo de alimentos que implica este tipo de competencias. No sé, me suena a amos y siervos.

Claro, dirán tales señores, entenderán ustedes todo lo que está en juego. Invitados especiales, un campeonato de por medio, los ojos del mundo puestos aquí y algún otro recurso de esos para engatusar. No, todo es lo de menos, Lo de más es la plata. La guita, como a lo mejor dirá algún tango. A la final, todo quedó en lo que sabíamos que iba a quedar: un aplazamiento de horas, que luego se vieron obligados a modificar.

¿Ameritaba una situación así otro tipo de decisión? Quizás sí un mensaje contundente. Un título desierto o un partido, ojalá en el exterior, a puerta cerrada. Claro, eso no pasa de ser una quimera. Hoy, la tierra se detiene por el fútbol, no por lo que desencadena el fútbol. Ni allá, ni aquí.

Porque así como nos escandalizamos en esa tarde y lo pusimos en las redes sociales, henchidos de esa superioridad moral que suele asaltarnos no pocas veces, sería bueno que alguna autoridad nos contara cuántas personas han sido asesinadas en Colombia durante los últimos diez o quince años por enfrentamientos de barras bravas, o por el pecado ese de portar una camiseta en el lugar equivocado. Y además, cómo van esas investigaciones. Si es que las hay.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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