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Las otras órdenes

Duele la bofetada que hace unos días le metió María Fernanda Mejía, hija del coronel del Ejército Beymar Mejía Pérez, a un soldado.

4 de abril de 2021 Por: Vicky Perea García

Duele la bofetada que hace unos días (ver video en la web) le metió María Fernanda Mejía, hija del coronel del Ejército Beymar Mejía Pérez, a un soldado (datos de Semana.com).

Sucedió a la entrada del Cantón Norte de Bogotá, cuando ella, haciendo uso de supuestos privilegios que le da el hecho de ser hija de un oficial, pretendió ingresar al lugar por la fuerza, aparentemente en estado de embriaguez.

Casi al mismo tiempo me entero, por una investigación del portal Cuestión Pública que, en días previos a la Navidad pasada, dos suboficiales de la Policía se encontraban de comisión en Florencia, Caquetá y tenían todo listo para volver a sus casas en Bogotá en una aeronave de la Policía Nacional.

De pronto, literalmente, los bajaron del avión para disponer de sus cupos y sillas, destinados a familiares y a una mascota del general de esa institución Julio César González Bedoya.

¿Serán esos dos casos nada más que hechos aislados, en los que la tropa termina prestando servicio, valga la expresión, no solo a necesidades o caprichos de sus jefes, sino también de las familias de estos?

Ojalá sean excepciones. No sería nada bueno seguir en este país con viejas prácticas que uno ya creía extinguidas. Por ejemplo, aquella tan común donde un recluta, muy juicioso y obediente, seguía en el supermercado, carrito en mano, las órdenes de la esposa de su superior, o hacía, obligado, las veces de chofer o jardinero.

Por fortuna eso se ve cada vez menos. Aunque mantenemos otras ‘tradiciones’, como la de poner a un uniformado(a) a sostener el paraguas o la cartera de aquellos a quienes sirven de edecanes, ¿hasta cuándo?

De todas maneras, casos referidos como los que se exponen aquí dejan ver la existencia de una especie de códigos internos que no siempre conocemos. Y que padecen quienes están en la base de la pirámide, donde, lo saben bien ellos, es mejor acatar y callar.

Imagino que en las propias Fuerzas Armadas se trabaja el problema dentro de las políticas de ética y buenas prácticas. A propósito, ¿ya se disculparon Mejía y González ante los ofendidos y ante sus propios compañeros?

Como sociedad, un asunto así no debería resultarnos ajeno. Y más bien debe obligarnos a alertar y actuar para que ese tipo de abusos no sucedan y queden impunes. Mejor dicho, control social.

Sobre eso, tengo un ejemplo. Sucedió hace un tiempo en el aeropuerto ‘Alfonso Bonilla Aragón’. Un general del Ejército, con uniforme, apareció por la puerta de salida de pasajeros. Muy diligente, uno de sus hombres que lo esperaba corrió a recibirle el equipaje, tras saludarlo con respeto y cariño. El oficial no se dignó siquiera a responder ese saludo. Más bien gruñó, mientras le daba órdenes con cajas destempladas.

Lo que quizás olvidó el hombre es que estaba en el lugar equivocado. Alguno de los presentes le reprochó su mala educación y su desconsideración con quien, ese muchacho, representa mejor que nadie a quienes de verdad corren todos los riesgos a la hora de brindarnos seguridad a los colombianos. Más allá de los muchos reparos que despiertan los casos de quienes ensucian la imagen de los cuerpos a los que pertenecen.

Al final, el general de esta historia se disculpó con el militar que lo atendió. Queda claro entonces que no hay peor alcahuetería que el silencio. Y que el mayor aliado para ayudar a que este tipo de conductas se reduzca o desaparezca es la condena pública e inmediata. Aparte de que quienes se vean maltratados, denuncien.

Por algo se comienza a darle más transparencia a un tema que también pasa por los derechos humanos de ese soldado abofeteado o de esos policías que, sin razón, se quedaron en tierra. ¿O no, señores oficiales? Digo, aquellos expertos en irrespetar, que, menos mal, no son todos.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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