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El pecado de ser…

Cuando esta sociedad se meta de verdad, luego de los acuerdos de...

20 de junio de 2016 Por: Víctor Diusabá Rojas

Cuando esta sociedad se meta de verdad, luego de los acuerdos de La Habana, en la auténtica consecución de la paz -mucho más que la finalización del conflicto armado-, tendrá que comenzar por mirarse profundamente, hasta las tripas mismas.No otra sensación le queda a uno tras ver que la discriminación sigue siendo la razón de ser de ese estrecho cuello de botella de las oportunidades. E incluso, en el terreno laboral a la gente se le mira no por lo que sabe sino por la procedencia social, el color de piel, la opinión, el sexo o su condición de salud.Claro está, siempre ha sido así y no pasa sólo aquí. Pero creer que en ese mal de muchos está nuestro consuelo es, aparte de absurdo, la peor de las taras para entrar en una auténtica nueva era de nuestra historia.Tal pesimismo no cae del cielo. Basta mirar los resultados de un estudio sobre el tema hecho por Función Pública, la Universidad de Los Andes, Dejusticia, el Observatorio de Discriminación y Usaid, para concluir que esta pirámide que generaciones y generaciones se han empeñado en levantar, sigue ahí, incólume. Al menos en el sector público, aunque temo que las cosas no sean muy diferentes en el privado, donde no cuesta mucho comprobarlo, con sus excepciones, claro está.Y si bien una cosa es la percepción y otra la realidad, hay evidencias que terminan por demostrar que si usted es pobre, negro, indígena, miembro de la comunidad Lgbti, de marcada tendencia ideológica o discapacitado (también se puede ser todas o algunas a la vez) pues se reducen ostensiblemente sus posibilidades de no ser considerado como extraño en la entidad que trabaja. Eso, para comenzar, porque, no se afane, todo puede empeorar.El estudio dice, por ejemplo, que la principal razón de exclusión en el mundo de los funcionarios es el estrato social. Eso, aparte de cierto, es transversal en un país en el que aún se le pregunta a la gente, sobre todo en ciertos círculos, de dónde proviene su apellido (“¿Dijiste Ramírez?, ¿pero de cuáles Ramírez?”). O se le pone entre corchetes por haber nacido allí o vivir más acá, en el pueblo aquel o en el barrio tal. La segunda cuestión por la que uno de cada tres empleados público es arrinconado es porque se atreve a decir qué piensa. Algo así como, digo yo, o usted es ‘guerrillo’ o usted es ‘paraco’. Y acuérdese, de ahí no lo sacará nadie, por años.Enseguida, cuídese si pertenece a la comunidad Lgtbi. Me pregunto: ¿Por qué hace unos meses todos éramos París y hoy pocos queremos ser Orlando? Pues porque esa homofobia que se resiste a salir del clóset está ahí, siempre al acecho. Como está claro que si usted es mujer, no aspire mucho a que le paguen como hombre. Y, enseguida, en ese top de la infamia, surge el color de piel y la raza, lo que no sorprende a nadie, pero sí merece una aclaración: aparece menos discriminación racial de la que en realidad existe. Sencillo, de entrada, negros e indígenas quedan por fuera porque su participación laboral es mínima, si se compara frente a la población que representan. Mejor dicho, han sido castigados por anticipado. Sumen la discapacidad como otra razón que influye y pesa para ese “no me gusta verte mucho por aquí”. Creo que al estudio le hace falta una pata. La de mencionar a esos millones de colombianos marginados sin padrino político que les permita al menos concursar en igualdad de condiciones a los prevalidos del caciquismo. Colombianos que quieren una paz que vaya mucho más allá de la definición básica de silenciar los fusiles, el paso importante que estamos a punto de dar y apenas el primero de muchos que nos esperan si queremos una nueva Colombia.

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