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Chávez, un lugar en la historia

A la par de que el cáncer le ganaba la batalla a...

11 de marzo de 2013 Por: Víctor Diusabá Rojas

A la par de que el cáncer le ganaba la batalla a Hugo Chávez, el mundo, como reza el viejo tango, siguió andando: Corea del Norte advirtió de un inminente ataque nuclear a Estados Unidos. En el Vaticano los progresistas exigieron verdades antes que dogmas. El Sida encontró un aparente tatequieto, aunque es temprano para cantar victoria. Y Barack Obama vio nacer 236.000 nuevos empleos en apenas un mes, febrero.Todas esas noticias afectan mucho más a la humanidad que los probables efectos del deceso de Chávez. Sin embargo, la agenda de los medios y de la opinión pública anduvo radicada en Caracas. Ese hecho, por sí solo, demuestra la trascendencia del presidente venezolano, sin quien será imposible escribir la historia de su época. ¿Cómo entrará en ella? Lo dirá el paso del tiempo. Por ahora, su importancia se vio reflejada en el sepelio, cita ecuménica sólo comparable a la que presidió Tito ante su féretro. Ahí, hecho cadáver, Chávez volvió a ser protagonista, como lo fue en vida. ¿Cómo llegó tan alto? Gracias a muchos factores que incluyen su personalidad y el eficiente populismo, pero ante todo, por aquello otro que lo hizo ver más grande de lo que realmente fue: el petróleo. Es decir, al mundo le hubiera importado un carajo su propuesta bolivariana y sus relaciones con eso que los gringos llaman el eje del mal, si, por ejemplo, Chávez hubiera sido el presidente de Ecuador, Bolivia, Nicaragua o, admitámoslo, Colombia. Pero no, Chávez era venezolano y estaba sentado en ese trono de oro negro que tuerce voluntades, incluso las de los más poderosos. Ahora bien, lo que Chávez hizo con ese poder es lo que juzgará el paso del tiempo. Se podría decir que el caudillo, que lo fue, cambió la correlación de fuerzas en el Continente, con un discurso del tamaño de su chequera. Consiguió aliados, a los que supo atender (lo que tampoco es invento, ahí no más está Lincoln como referencia) y, con la ayuda de ellos, puso en jaque el odioso entramado que Estados Unidos montó desde hace tantos años en el Continente con la OEA y similares. ¿Aguantará ese proyecto regional la descarga de su temprana desaparición? La respuesta no la tiene Nicolás Maduro, o quien lo vaya a suceder. La palabra vuelve a estar en el dios petróleo, único conocedor de auténticas fidelidades. Y todo indica que la bonanza anda a la baja, lo que no solo es una mala noticia de cara hacia el exterior sino de puertas para adentro. ¿Era el chavismo un movimiento macrocéfalo? Pronto lo sabremos. Muy pronto. Como pronto se sabrá hasta qué punto Chávez logró mejorar de verdad la situación de los desposeídos a los que decía representar. Ahí no habrá sorpresas. Pese a tantos recursos, y a una voluntad que no se puede negar, no logró sacar al país de su cuadro crítico de pobreza. Su asistencialismo, aparte de costoso, generó adicción. Y el desarrollo no se mide sólo en carros de mercado ni en electrodomésticos por metro cuadrado, sino en competitividad. Y tampoco le irá bien a la hora de la evaluación de su capacidad de administrador. Chávez, a pesar de que ni siquiera tuvo oposición (no siempre porque intentó acallarla, sino porque ella fue inferior a su compromiso), terminó arrastrado por los ancestrales defectos de nuestros gobernantes: el autoritarismo y la fascinación por el poder. Pescador en río revuelto de una sociedad que se cansó de ver cómo se robaban al país, Chávez desperdició la oportunidad de hacer una auténtica revolución de nuestros tiempos. Quiso ser un Fidel Castro del Siglo XX (la versión del XXI no se vende mucho), pero terminó siendo muchas otras cosas: sí, a veces Fidel (no mucho más allá de la oratoria); a veces Perón (pan y demagogia); y, cómo no, a veces Uribe (la patria por encima de la Constitución). Como bien acota Moisés Naím, Chávez terminó siendo “una oportunidad perdida”.

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