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90 años

Así como La Santamaría ha servido de altar al rito del toreo, en las gradas que conforman sus tendidos hemos visto navegar o naufragar las vanidades de muchos dirigentes de la nación

28 de febrero de 2021 Por: Vicky Perea García

La Santamaría ha visto pasar la historia. O las historias, porque bien lo sabe la plaza de toros de Bogotá, no hay una sola sino muchas historias durante estos 90 años que cumple, casi que en el anonimato, en este 2021.

Mejor así, dirá donde se halle Ignacio Sanz de Santamaría, el hombre que decidió volcar unos planos de lo que originalmente iba a ser un coliseo en otro lugar para dar paso a este cuento sin final. Y es ahí, en ese monumento nacional, donde han sobrevenido muchas faenas. Algunas, con toro de por medio. Otras, con la política y lo social como alternantes.

Porque así como La Santamaría ha servido de altar al rito del toreo, en las gradas que conforman sus tendidos hemos visto navegar (y, a veces, naufragar) las vanidades de muchos dirigentes de la nación, en estas últimas intensas nueve décadas de vida nacional.

Fueron 400 mil dólares (¡de los de 1930!) puestos por don Ignacio de su propio bolsillo. Luego, a poco de abrir las puertas de eso que tanto le había costado, se declaró en bancarrota, porque, como a tantos otros, la gran depresión del 29 le pasó factura. Ahí acabaron sus derechos de propiedad, que terminaron luego en manos de la ciudad. Él entregó la plaza y se fue a morir de tristeza y desilusión.

Esa etapa, la taurina, es una caja que guarda la mejor música callada. Me consta durante los años ya largos que tengo y en los que he cultivado mi afición. Y lo ratifico ahora que escarbo en archivos y documentos.

Lo otro, las diversas ideas que encontraron en la plaza un lugar para medir su popularidad, agitar las masas o mostrar los dientes, es un relato paralelo que merece capítulo aparte. Porque desde el mismo 8 de febrero del 31 (día de la inauguración) hasta nuestros días, uno encuentra un álbum en el cual palpita buena parte de la memoria colombiana.

La primera viñeta es esa, la del día del estreno, con, muy juntos, el presidente en ejercicio Enrique Olaya Herrera, liberal, y su ministro de gobierno Carlos E. Restrepo, conservador. En realidad, republicanos ambos, en procura de un espíritu que soñaba con ser nacional, por encima de las diferencias. Otros tiempos, otros nombres, pero, por sobre todo, otras estaturas.

Más o menos quince años después, la línea de tiempo da lugar a un encuentro fortuito. Jorge Eliécer Gaitán sonríe desde el lugar que ocupa. Dos filas más abajo, Laureano Gómez está puesto en barrera. Ambos hombres caben en ese breve espacio, aunque en realidad es un abismo el que los separa. Igual, los dos aguardan la salida del toro, como la vida, único capaz de poner a cada uno en su lugar.

Luego, un capítulo del autoritarismo. Sucedió hace 65 años, aquel 5 de febrero. Veo la fotografía que escapó a la censura. Un militar lleva del brazo por el callejón (ese lugar detrás de las tablas por donde transitan a seguro los toreros) a un hombre maltrecho que escurre sangre y miedo.
Ha tenido la suerte de sobrevivir a los agentes del rojaspinillismo que han convertido el lugar en un circo romano en el que la emprenden contra todo los que les huele a oposición o a descontento. Nadie pagará por las consecuencias en la llamada ‘corrida de la masacre’. Ni se sabrá quién dio la orden. Así eso sea claro, como el agua que cae del cerro de Monserrate.

De cosas así está llena La Santamaría. Pero, ante todo, de arte. O mejor, de artes. De maestros que han ido allí a ver burlar la muerte a otros maestros. De Gabriel García Márquez, León de Greiff y Fernando Botero, entre otros. Y, de Pepe Cáceres, César Rincón, Luis Bolívar y todos los demás.

En diez años, en 2031, La Santamaría se pondrá los largos de su primer siglo y seguirá incólume. Se comprobará entonces, una vez más, que su vigencia desborda a tantos oportunistas empeñados, en vano, en enterrar un pasado que no pueden ni inventar ni desmentir.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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