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La hora de los niños

José tenía siete años cuando las Farc lo pusieron en su mira....

31 de enero de 2017 Por: Vanessa De La Torre Sanclemente

José tenía siete años cuando las Farc lo pusieron en su mira. Era el niño de una infancia perdida: su madre lo abandonó al mes de nacido, cree que tiene tres hermanos pero jamás ha sabido de ellos. Lo crió la abuela paterna junto a un tío que lo maltrataba y le repetía que no serviría para nada en la vida. “Siempre me decía que iba a ser hampón y terminé siendo un hampón”, me cuenta mientras repasa su pasado. A los 7 años comenzó a hacerles mandados espontáneos a las Farc y a los nueve se fue de la casa. Deambuló por las calles de Armenia, Barranquilla, Ibagué y Santa Marta, consumiendo drogas y aruñando lo poco que le quedaba de la infancia, hasta que el mismo señor que lo había contactado con la guerrilla a los siete –un campesino de la Sierra Nevada-, lo buscó para que se enfilara.Las Farc se volvieron su lugar en el mundo, su familia. Llegó a ser economato: el encargado del mercado. Sus superiores confiaban en él. Era fiel, esquivo, prudente, desconfiado y solitario. Cuando llevaba diez años en la guerrilla conoció a Mayer. Guerrillera también, había ingresado a los catorce años. Un día en un paseo de río le contaron las bondades de ponerse un uniforme. Inocente, se dejó seducir por las historias de lo que parecía ser un divertido juego en la selva. Comenzó -como casi todos los niños en las Farc-  a hacerles mandados. “Recuerdo que el primer mandado fue comprar ampollas de planificar. Después eran decenas de cigarrillos, cosas más grandes, arroz, comida”. Así estuvo durante un año hasta que le dieron una orden: “Me hicieron llegar una carta: se tiene que venir. Se viene o se viene”. Salió, entonces, una mañana de su casa con el uniforme del colegio y en el camino se puso el que le habían mandado. Durante nueve años su familia no supo de ella y ella, a diferencia de José, desde el primer día se arrepintió de haberse enfilado.Ambos se conocieron en las Farc. “Éramos como agua y aceite”, cuenta Mayer. Vivieron juntos el horror de la guerra. “La guerrilla es cruel”, me dice ella y me cuenta que un día hirieron a José y a pesar de que no le había regalado a ella un pedazo de panela un día cualquiera, se dedicó a cuidarlo. Le salvó la vida. Y en esos días de vulnerabilidad se les coló el amor.Entre besos escondidos comenzaron una historia que duró dos años hasta que ella, atrevida como son las mujeres enamoradas, le propuso escapar. Él, dubitativo, venció su desconfianza y huyeron. Entraron al programa de Reinserción y hoy tienen un hijo y una vida armoniosa. Hablando en su casa de piso de tierra y gallinas merodeando, él me sonríe como cuando no conocía la maldad. Y ella, como si nunca hubiera sufrido lo que sufrió.Mayer y José fueron dos de esos niños, decenas, centenares, no se sabe cuántos, que crecieron en las filas de las Farc. Niños que aun permanecen, que el país espera y la guerrilla todavía no entrega. Niños que merecen otra oportunidad en la vida porque la que tuvieron ni siquiera la escogieron ellos. Hace mucho tiempo, que es hora.