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Y al final, ¿el amor?

Es la terrible pregunta que, de un modo extenso y a veces imbricado, se plantea el novelista francés Michel Houellebecq en su última novela, Serotonina.

21 de mayo de 2019 Por: Santiago Gamboa

Es la terrible pregunta que, de un modo extenso y a veces imbricado, se plantea el novelista francés Michel Houellebecq en su última novela, Serotonina. Como en sus libros anteriores, desde el extraordinario Las partículas elementales, Houllebecq pone una vez más en escena a ese personaje misántropo, depresivo e híper intelectual que se hace preguntas por la utilidad de la existencia.

La excesiva conciencia de la vida, en el caso de este nuevo personaje, un agrónomo especializado en técnicas modernas de cultivos, le provoca un dolor tan insoportable que debe acudir al psicólogo y tomar cada día un antidepresivo, el Captorix, liberador de la serotonina, ese extraño químico que le permitirá seguir adelante sin caer de lleno en la angustia, en el vacío total y, en consecuencia, en la autodestrucción, pero que tiene como precio la desaparición de la libido y la impotencia.

El personaje se llama Florent-Claude, un nombre compuesto de la alta sociedad francesa, cuyo único problema concreto consiste en acelerar el ritmo de gasto de la plata que heredó para que a su muerte no le sea entregada al Estado, al que odia, lo que nos lleva a otro de los temas que suele estar en el paisaje de fondo de Houllebecq: el malestar vital de quienes tienen resuelta su vida, los aristócratas que ven pasar los días con tedio, una sucesión de horas planas y rutinarias que nada puede justificar, pues no logran adquirir un sentido; eso que Baudelaire llamó el spleen. Como los diarios del rey Luis XV, en cuyas páginas casi siempre escribía: nada, nada, nada…

El amor, en principio, podría ser la salvación, lo único que podría amoblar ese insoportable tiempo llano, pero ahí surge la paradoja, pues el personaje solitario y torpe de Houellebecq es lo suficientemente silencioso como para lograr alejar de sí a esas mujeres que podrían salvarlo, y además está la desaparición de la libido. Las relaciones que plantea en el libro, y de las cuales el personaje depende, no pueden ser más contradictorias y extrañas. Su compañera al inicio, una especie de sibila japonesa, tiene una segunda vida que él descubre entrando a su computador y espiando una colección privada de videos en los que, ante su sorpresa, ella aparece en sesiones de sexo grupal, con tomas francamente arriesgadas y pornográficas.

A partir de ahí, Serotonina se acerca mucho a su novela anterior, Sumisión, al punto de parecer una secuela o incluso el desarrollo de algunos capítulos suprimidos de esta, pues el libro se transforma en una novela de fuga, con el personaje yendo un poco al azar, primero a un hotel de París y luego, tomando la carretera hacia regiones rurales en las que, tal vez de un modo subconsciente, acaba acercándose a una de las mujeres que más amó en su vida y que, por supuesto, perdió; entre medias surge un conflicto agrícola y la vida desdichada de un viejo amigo, también aristócrata y abandonado, y un interesante análisis del modo en que la Unión Europea, con su sistema de regulaciones de precios por lo bajo, sacrificó a ciertos productores llevándolos a la ruina, una luz interesante para el actual conflicto de los chalecos amarillos. Y al final, claro, la idea a la que llegaron tanto Proust como Thomas Mann en sus obras importantes: que toda la inteligencia y la cultura del mundo no son suficientes para remplazar eso que produce el amor.

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