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Viajes por la infancia

Salí directamente desde el aeropuerto Bonilla Aragón con destino a Popayán, en...

4 de mayo de 2016 Por: Santiago Gamboa

Salí directamente desde el aeropuerto Bonilla Aragón con destino a Popayán, en carro, lo que me obligó a tomar la variante que pasa cerca de Puerto Tejada. Iba con mi familia y dos invitados, mi editora francesa y su marido. El destino final era San Agustín, lugar mítico de mi infancia, pero al cabo de media hora un agente de tránsito de la policía de Puerto Tejada me detuvo sin motivo y se entregó a un sesudo análisis de mis documentos. Al ver que todo estaba bien pidió el botiquín y luego el extinguidor, el cual revisó con lupa. Finalmente y para su alegría descubrió que el año límite de la revisión oscilaba entre el 2015 y el 2016, lo que le permitió anunciarme, con su gran sonrisa, que estaba obligado a ponerme un comparendo. No quise un altercado en ese momento, con mis amigos franceses recién bajados del avión, así que le dije que muy bien, pero él, llegando al punto, me propuso que en lugar de la multa recomendaba una segunda opción que consistía en colaborar con el mantenimiento de las motos de él y sus compañeros. Por la premura acepté el atraco, le di mi colaboración y vi cómo esta iba a parar a lo más profundo del bolsillo de su uniforme de agente de tránsito de Puerto Tejada, y volví al carro sin decir nada, pues preferí ocultarle a los franceses la clase de lugar y de país en el que ahora vivo, y seguimos adelante.Casi llegando a Popayán paré en una gasolinera y pregunté por la carretera a San José de Isnos y San Agustín, y para mi sorpresa nadie sabía nada. ¡Ni idea! Los mapas por Internet no son claros así que, desde la mañana, me dije que preguntaría por el camino, pero por increíble que parezca no encontré una sola persona que conociera esa ruta, que va hacia el lugar más importante del patrimonio prehispánico del país. Y por supuesto ni soñar con una indicación vial. Decidí arriesgarme por una carretera que decía Inzá, pensando que el nombre me sonaba, y avancé por ahí, en medio de uno de los paisajes de páramo más bellos que he visto en mi vida, hasta que la vía dejó de ser asfaltada y se convirtió en un torrente de fango. Empecé a sospechar que esa no era la ruta, pero ya era tarde. No había otro camino y llovía cántaros. En alguna parte había una chiva hundida en el lodo y sus pasajeros empujaban. El jeep en que yo iba parecía flotar sobre barro y de milagro las ruedas no se hundieron. Cuando ya comenzaba a oscurecer, sin saber muy bien dónde estaba, vi un pequeño letrero que decía “Tierradentro”. Casi no lo puedo creer. ¡El otro lugar mítico al que viajé mil veces con mis padres durante mi infancia! Entonces todo pareció cobrar sentido. Buscamos un hotel y esperamos al día siguiente para visitar los hipogeos, y de repente me vi rodeado de nombres que hacían eco en mi memoria: el Cerro del Aguacate, el Tablón, San Andrés de Pisimbalá. Reconocí el color naranja del museo arqueológico y la terraza del único hotel, que estaba prácticamente vacío, apenas con un grupo de rusos georgianos. Y de nuevo, casi 40 años después, bajé a las tumbas excavadas y encontré en ellas, en esa oscuridad de la piedra decorada, uno de los motivos más grandes para seguir queriendo a este enloquecido país, aún lleno de maravillas secretas y a pesar de sus agentes de tránsito. Y la historia sigue porque ahora escribo desde San Agustín, pero se me acabó el espacio, así que hasta la semana próxima.Sigue en Facebook Santiago Gamboa - club de lectores