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Ulises

En fin, Ulises sigue siendo una novela que, como quiso su autor, “tendrá ocupados a los críticos por 300 años”. Pues ya van los primeros cien.

2 de febrero de 2022 Por: Santiago Gamboa

Día de efemérides. Los cien años de la publicación de Ulises, de James Joyce, novela de la que ya hablé en estas páginas la semana pasada. Libro de hierro, de madera, de alabastro. Libro que parece enterrado en oscura tierra negra de cementerio irlandés, con piedras cubiertas de musgo y hojas secas. Una de las más altas cimas de la arrogancia intelectual humana, pero también de la poesía narrativa. De la poesía a secas.

He hecho tantas veces el ejercicio de abrir en cualquier página y tan solo leer, sencillamente dejarme llevar por las palabras, y es algo verdaderamente fantástico. Una especie de viaje de ayahuasca literaria, o como resbalar por el centro de un remolino o de un mäelstrom verbal; el problema de Ulises, por absurdo, comienza cuando uno quiere ‘entender por dónde va la cosa’. Ahí todo se complica. Saber cuál es el hilo de la narración, querer leerlo como se lee cualquier otra novela.

Lo de seguir el esquema de los capítulos de la Odisea no es de mucha ayuda, pues la escritura de Joyce dispara en todas las direcciones. El especialista Eduardo Lago, en un artículo reciente, explica algunos de los estilos enumerados por el propio Joyce: “Narcisismo, incubismo, entimemática, peristáltica, dialéctica, laberinto, fuga, gigantismo, (de) tumescencia, desarrollo embrionario y alucinación”. Como si esto fuera poco, sigue diciendo Lago, “dentro del laberinto que es Ulises operan solapados nueve sistemas de referencia que remiten respectivamente a un episodio de la Odisea, una disciplina artística o científica, un símbolo, un órgano del cuerpo humano, un color, una técnica estilística, un lugar de Dublín, y una hora del día. Para Joyce su novela era un organismo dotado de vísceras, nervios, músculos y fluidos lo cual le hizo asignar a sus fragmentos elementos anatómicos como el útero, el esqueleto, carne, sangre, órganos genitales y aparato locomotor”.

Como pueden imaginar, tamaña desfachatez literaria no había sido perpetrada por nadie hasta el momento. Joyce, con su cara afilada y sus ademanes de aristócrata venido a menos, dinamitó en su novela el edificio de la narrativa. Una operación similar a la que hizo el joven Rimbaud con la poesía 40 años antes, o los impresionistas con la pintura. Ulises, Ulises.

Semejante artefacto verbal, claro está, no puede tener seguidores, sino más bien discípulos. Y los tuvo por decenas, pues los caminos abiertos por cada una de esas líneas narrativas dio para mucho. El inglés Anthony Burguess, por ejemplo, trabajó hasta el infinito los juegos de palabras y el esquema del argumento disuelto y elidido. El español Julián Ríos, en Larva, hizo el ejercicio de reproducir la creación de palabras joyceana, pero basado en el español, el latín, el italiano y el francés, lo que arrojó una novela un tanto disparatada que solo se lee en las universidades, concretamente en el curso sobre Joyce. O Eduardo Lago, otro español, en Llámame Brooklyn, con una arquitectura narrativa que va modificando el punto de vista. Yo mismo, algún día que me sentí autorizado a ciertas veleidades, utilicé el esquema narrativo joyceano del catecismo, que consiste en hacerse preguntas y redactar las respuestas, sintiéndome con eso en la carroza de los elegidos. En fin, Ulises sigue siendo una novela que, como quiso su autor, “tendrá ocupados a los críticos por 300 años”. Pues ya van los primeros cien.
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