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Sin James no hay paraíso

Mientras prosigue el Mundial sin nosotros, y viendo cómo la cancha, esa pequeña estepa rusa de menos de una versta, simboliza un terreno de batalla, el nacionalismo nos invade y contamina.

3 de julio de 2018 Por: Santiago Gamboa

Mientras prosigue el Mundial sin nosotros, y viendo cómo la cancha, esa pequeña estepa rusa de menos de una versta, simboliza un terreno de batalla, el nacionalismo nos invade y contamina. Nuestra Selección, con sus jóvenes y desdichados héroes, nos hace brillar y nos llena de orgullo, aunque a veces también de rabia y nervios y frustración.

Pero antes de comentar nuestro partido, quisiera decir dos palabras sobre el que enfrentó a Brasil y México. Con todo el respeto que me merece la nación donde nacieron Rubem Fonseca, Jorge Amado y Ayrton Senna, pero también el señor Odebrecht, mi entusiasmo estuvo con los primos de México, el país latinoamericano que más quiero y en el que, cuando voy, siento algo que no he sentido en ninguna otra parte del mundo: ganas de ser más joven. Para ser modelado o influenciado, supongo.

Me dolió la derrota mexicana, ante la cual hubo poco qué decir, excepto que el árbitro italiano, con la sujeción típica del guardián hacia el poderoso, jugó por momentos de centrocampista brasileño: cada vez que México armaba una jugada en el medio del campo él se encargaba de arruinarla pitando cualquier cosa a favor de Brasil. Y por supuesto, ni media palabra ante el vergonzoso show de Neymar, el niño consentido del fútbol, el gomelo del fútbol, golpeando el pasto con la mano y dando botes en el suelo cuando ni lo habían tocado, un comportamiento que, además de ridículo en alguien que pretende progresar en el fútbol adulto, es antideportivo, tramposo y dañino, por lo que los árbitros serios (no este italiano) suelen castigar con una tarjeta amarilla.

Pero vuelvo a nuestro partido, que vi en un restaurante llamado Marry’s Place, en la playa de Sureste, isla de Providencia, en donde el árbitro también estuvo muy a favor del que parecía más poderoso. A mi alrededor, un público de compatriotas rastafaris que hablaban mitad en un español afectado y mitad en creole, con palabras en inglés. Un televisor pequeño en un comedor sostenido en la base con conchas y trozos de coral. Huele a pescado frito. Bajo el techo de zinc hay una enorme red de pesca a modo de decoración. Casi no se escucha la narración deportiva por un apocalíptico aguacero que tiene incomunicada a la isla y trae malos presagios. De cualquier modo, la señal es mala. Dicen que desde que instalaron un radar en una de las colinas, ni los celulares ni la televisión funcionan bien. ¿Un radar? Es para vigilar el mar, por el narcotráfico, dicen. Tres de estos isleños tienen puesta la camiseta de la selección y gritan al ver las acciones del partido.  No comprendo lo que dicen, sólo los nombres de los jugadores. Para mi sorpresa saben bastante de fútbol y, desde sus mesas de mantel plástico, le dan indicaciones a Pékerman, a gritos, golpeando con las palmas. De vez en cuando comprendo algo: “¡Barrios must leave, he got the amarilla!”; un isleño de gorrito de lana con tiras de pelo que parecen bejucos dice: “They are playing al contragolpe, but Falcao is lost”. Son muy diferentes a mí, pero todos estuvimos con el alma en vilo. Morir por penalties es como ser ejecutado en un patio de fusilamientos, al amanecer. Caímos así, golpeados y tristes. Y con la idea de que, con James en el campo, otro gallo cantaría. Porque nuestra tradición sigue siendo la de progresar entre fracasos y situaciones tristes.

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