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Releer a Joyce

Tuve la suerte de leer a Joyce de la mano de un excelente profesor de literatura, Manuel Hernández, allá por el año de 1984, y desde ese momento entró a mi lista de imprescindibles.

13 de junio de 2017 Por: Santiago Gamboa

Tuve la suerte de leer a Joyce de la mano de un excelente profesor de literatura, Manuel Hernández, allá por el año de 1984, y desde ese momento entró a mi lista de imprescindibles. Digo “la suerte”, pues cualquiera que se haya acercado a la obra de Joyce sabe que es un hueso duro al que hay que morder con persistencia antes de extraerle el más mínimo sabor. En mi caso fue más fácil, pues Manuel Hernández lo conocía a la perfección y, lo mejor, sabía transmitirlo con tal dosis de mística y entusiasmo que uno se quedaba hasta el amanecer leyéndolo y tomando notas, algo que hoy parecería inhumano.

Curioseando en mi biblioteca, encontré en mi vieja edición de Ulises (Santiago Rueda Editor, traducida por J. Salas Subirat) algunas de esas notas de lectura y la verdad es que me quedé muy sorprendido, pues a distancia de muchos años éstas me parecieron sesudas, arrogantes y, en algunos casos, incomprensibles. Dejen que les dé algunos ejemplos. Una de ellas dice: “Transubstanciación viril por medio del alma padre-hijo. Madre como reina culpable. Ojo. Shakespeare. Pgs. 202-210”. Al parecer, la explicación de esto está en un apunte posterior, que dice: “Consubstancialidad no genética Bloom-Dedalus (ojo). Pg. 413. Eva vendedora de la raza por una manzana de un penique. Pg. 414.” Y más adelante: “Perpetuación de las especies en los casos de fecundación por estupro delincuente -culpa genética (434). Memoria plásmica- etapa prehumana”.

Hoy estas notas crípticas me provocan compasión, pues con el tiempo lo que queda son las ideas generales. La novela de aprendizaje o formación sumergida en el horror del infierno católico en Retrato del artista adolescente; la Irlanda católica y conservadora que expulsa a sus hijos en Exiliados y la escritura urbana de Dublineses. Los poemas heréticos de Poemas a un penique y Poemas-manzanas, hasta llegar a Ulises, su monumento a la modernidad, el héroe que regresa a su casa y se sienta en el diván del psicoanalista, el hombre común, la persona gris y mediocre, despreciado por su mujer, que además le pone los cuernos. Molly y Leopoldo, Stephen, Buck Mulligan, un mundo que hay que ganar con paciencia, haciendo largas digestiones.

De mis épocas duras de ‘joyceano’ recuerdo las peregrinaciones a la librería Shakespeare & Co., en París, donde se hizo la primera edición en 1922, las visitas a una de sus casas, cerca de la Place de la Contrescarpe, o al Harry’s Bar de Trieste, ciudad en la que fue profesor de inglés. Pero, ¿qué significa ser ‘joyceano’ en términos literarios? Si me lo dicen de un escritor, imagino que su prosa es hermética, repleta de juegos de palabras basados en las raíces del idioma, que usa el monólogo interior o busca romper los moldes tradicionales de narrar para inventar otros nuevos. Como diría Bolaño, el escritor joyceano es “al que no se le entiende”. Al que se debe llegar después de un largo asedio. De hecho, a pesar de tenerlo, jamás he podido leer el Finnegan’s Wake, y la verdad es que hoy me pregunto (y que dios me perdone) si valdrá la pena tamaño esfuerzo. Prefiero el Ulises, y dentro de él, además del delicioso monólogo final de Molly, el llamado ‘capítulo de las preguntas’, el penúltimo. Reléanlo, de verdad que vale la pena. Sobre todo la pregunta sobre el agua. Lo que Bloom admiró del agua. Verán la grandeza de Joyce.

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