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Regreso a Singapur

Después de 24 años, regresé por estos días a una de las ciudades de las que mejor recuerdo he tenido siempre: Singapur, la asiática Ciudad del León.

13 de noviembre de 2018 Por: Santiago Gamboa

Después de 24 años, regresé por estos días a una de las ciudades de las que mejor recuerdo he tenido siempre: Singapur, la asiática Ciudad del León. Muchas veces, en todos estos años, me dije que ese lugar increíble estaría ahí, esperando, y repetí el mantra “Siempre nos quedará Singapur”, el lugar soñado al que, algún día, podría volver. Y volví. Igual que la vez anterior, comprobé que la compañía Singapur Airlines tiene la flota de aeromozas más bonitas del mundo (seguida por Croatian Air y Aeroflot, en mi ranking personal), y que el aeropuerto de Changi sigue siendo majestuoso, un exclusivo centro comercial con aviones que se une a la ciudad por una autopista de dos carriles sombreada por samanes, como en Cali, ideales para proteger del calor tropical.

Pero los años no han pasado en vano, y al entrar a la ciudad veo que el perfil es otro. El skylane es imponente: de galácticos edificios de vidrio con extrañas formas, cual enormes estalagmitas erigidas hacia lo alto. Un océano de rascacielos. Tres torres enormes con una especie de canoa encima son ahora el símbolo de la ciudad. Y compruebo con tristeza que mi querida Singapur cayó en el mismo pecado de tantas ciudades asiáticas: el de cambiar su alma por una imagen arrogante de progreso y bienestar, de riqueza conspicua. ¿Ya somos del primer mundo? Pues que se vea. Claro que sigue siendo la misma ciudad jardín de otra época, con palmeras, árboles enormes, flores multicolores, helechos y palmas, pero el hormigón y el vidrio son lo que más crece. Incluso el mítico hotel Raffles, con su Long Bar, en el que se inventó el cóctel Singapur Sling, está irreconocible. La vieja construcción colonial que olía a madera y cuyos baldosines parecían conservar el rastro de las pisadas de otro siglo, está siendo reformado, y el resultado será una especie de pastel de estuco. Como esos palacios reproducidos en Las Vegas. Y por estar rodeado de rascacielos, hoy parece del tamaño de un quiosco de prensa.
Qué dolor. Igual me tomé un Singapur Sling, cóctel rosado que contiene gin, Cointreau, brandy de cereza o cherry, Dom Benedictine, jugo de piña, granadina, Angostura bitter y jugo de limón. En ese ex hermoso hotel se alojaron personajes ilustres como el escritor Somerset Maugham, quien escribió que el hotel Raffles “resumía todas las fábulas de Oriente”. André Malraux vivió once meses en 1922, en la habitación 116, a dos pasos de la 112, ocupada por Hermann Hesse en 1911, quien se encontraba de viaje por Oriente y describe en su diario “las mullidas camas y los baldaquinos del Raffles”. Algunos años antes, Rudyard Kipling pasó por la habitación 107 y Joseph Conrad por la 119. Conrad, por cierto, escribió allí la mayor parte de su novela Tifón y tomó apuntes y escribió las primeras notas de su monumental Lord Jim, personaje que pasa por Singapur en su huida hacia Oriente.

Pero volviendo a la realidad de hoy, el destino de Singapur parece haber tomado otro rumbo. De ser una modesta ciudad estado, es hoy uno de los centros de servicios más apetecidos del mundo: seguridad absoluta en sus calles, seguridad financiera e impuestos muy bajos para quien viene a invertir o a instalarse, compitiendo incluso con Hong Kong en ser sede de grandes compañías, y con una de las bolsas de valores más importantes de Asia. Ay, pero para mí es tal vez una ciudad perdida.

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