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Queremos tanto a James

Muerto García Márquez, no hay en la historia reciente de Colombia, que...

2 de diciembre de 2015 Por: Santiago Gamboa

Muerto García Márquez, no hay en la historia reciente de Colombia, que yo sepa, otro colombiano más querido por sus compatriotas que el joven James Rodríguez. Por él suspiran todas las mujeres del país y cuando hace goles con la selección o en el Real Madrid las redes sociales se inundan de frases pícaras: “James, ¡arráncame el calzón!”, “James, ¡préñame!”. Cuando se trata de él, los periodistas deportivos están todos inusualmente de acuerdo. Pero es normal, porque a James lo quieren los millonarios en dólares y los pobres más humildes, los desplazados por la violencia y los paramilitares que los desplazaron; lo quieren los delegados de la guerrilla y los negociadores del gobierno en La Habana. Lo quiere Santos y lo quiere Uribe.El amor a James es tal vez el único punto en el que podrían estar de acuerdo el alcalde Petro y el procurador Ordóñez. A James lo quieren tanto los vigorosos deportistas de la patria como los jóvenes drogadictos que se tambalean cual estatuas de Giacometti por nuestras calles; lo quieren los pescadores de nicuro del Magdalena y los raspachines de coca de las selvas; los narcotraficantes y las monjas, los terratenientes y los yuppies, los vendedores de lotería de las terminales de transporte y Natalia Springer von Schwarzenberg; lo quieren las madres solteras, las que suspiran por la respetabilidad y las mujeres de cuatro en conducta. Lo quieren por igual los escritores de autoficción y los novelistas telúricos o históricos, los new age o de realismo sucio; lo quieren los senadores favorables al proceso de paz y los alcaldes elegidos con votos fraudulentos; lo quieren los poetas malditos y los escribas del poder y la gramática; lo quieren las comunidades indígenas wayúu del Cabo de la Vela y el sindicato de la fábrica de licores de Antioquia. Lo quieren Juan Manuel Roca y William Ospina.¿De dónde viene ese idilio, más allá del talento futbolístico?Recordemos un poco: acababa de pasar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y el país estaba realmente por los suelos, dividido a machete en dos mitades sangrantes que, prácticamente, se odiaban. Hasta que vino el primer partido de Colombia en el mundial y luego el segundo, y llegaron los goles y la alegría de James, y gracias a él las dos mitades volvieron a abrazarse. James fue el símbolo de esa reconciliación que no fue ni será nunca definitiva, pero que le permitió a las familias resquebrajadas volver a sentarse a manteles.Hay además otro aspecto y es su historia personal. James viene de una familia modesta y de un episodio triste de abandono paterno que le dejó esa persistente tartamudez. Como el chileno Alexis Sánchez, hijo de una barriada pobre de Antofagasta, o el argentino Carlos Tevez, cuya niñez es la más tremebunda, pues a los seis meses la madre lo abandonó y a los cinco años asesinaron a su padre de 23 balazos; cuando era un bebé regó agua hirviendo de una olla y se quemó la cara y el cuello, por eso tiene esas cicatrices.Estos son nuestros héroes. Vienen de muy abajo y transforman sus carencias y sufrimientos en esa versión del arte que es el fútbol, donde el miedo aviva la imaginación y pone alas en los pies. Por eso queremos tanto a James, recién elegido en España mejor centrocampista del 2015, y por eso Rafa Benítez nos cae ahora tan pero tan gordo.