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Pitol y Ribeyro

Releyendo lo que he escrito en este espacio me doy cuenta de algo insólito, y es que a pesar de haberme ocupado de muchos temas literarios no he mencionado de forma extensa a Sergio Pitol.

16 de septiembre de 2020 Por: Santiago Gamboa

Releyendo lo que he escrito en este espacio me doy cuenta de algo insólito, y es que a pesar de haberme ocupado de muchos temas literarios no he mencionado de forma extensa a Sergio Pitol, una culpa que se agrava al ver que su obra, muy reconocida en México y en España, es cada día más leída en el resto de los países de América Latina. De esto doy fe en Colombia, donde muchos lectores (jóvenes y menos jóvenes), se sumergen en sus páginas y reconocen esas atmósferas exquisitas, una versión de la vida y las relaciones humanas escrita por un silencioso artista latinoamericano que recorrió el mundo con su intensa curiosidad intelectual y su milagroso don de lenguas. El silencio fue una de sus características. Lo recuerdo como un hombre observador, enigmático, generoso. Lo conocí en una feria del Libro en Praga y luego lo vi varias veces en Xalapa, cuando iba a dar talleres a la Universidad Veracruzana. Su biblioteca, con secciones en ruso y polaco, daba vértigo, y más sabiendo que había hecho y publicado traducciones de Gombrowicz y de autores rusos.

Pitol, en algunas cosas, me recordaba a Julio Ramón Ribeyro. En ambos encuentro esa timidez casi endémica y una figura flaca, llevada con suprema elegancia. Y ese gusto por los ternos, los trajes de tres piezas. Tal vez fuera un rasgo de época, generacional. Si Ribeyro estuviera vivo tendría 91 años. Ambos fueron diplomáticos, aunque más Pitol. Ni hablar del amor por el cigarrillo. Estoy seguro de que Pitol suscribiría cada página de esa memoria escrita por Ribeyro, Sólo para fumadores, donde cuenta su relación con el cigarrillo y su particular antología de grandes inhaladores de humo, empezando por Ítalo Svevo. Y los personajes de Ribeyro, con su “teoría del chasco”, parecen estar en La vida conyugal. Cuando encontraba a Sergio Pitol en Xalapa, mirando circular las volutas de humo que emergían de sus dedos, me volvía con fuerza la imagen del Ribeyro salvador que, en el París de los años noventa, me salvó la vida al indicarme con absoluta gratuidad y afecto un carril del que aún hoy, 30 años después, no me he salido, y en el que ha transcurrido toda mi vida de escritor y periodista (e incluso, brevemente, de diplomático).

Hay una literatura de autores flacos y nerviosos, de tímidos y solitarios fumadores que deambulan de aquí para allá y que suele tener algunos rasgos propios, como la observación implacable de caracteres humanos, la descripción minuciosa de ciertas atmósferas, las intuiciones geniales a partir de ciertas imágenes urbanas, como la Lima de los años cuarenta en Cambio de guardia de Ribeyro, o el misterioso y casi malvado edificio del DF en El desfile del amor, de Pitol. Y algo más: su literatura, alejada de la corriente más exitosa durante los años del Boom, continuó impertérrita, sin jamás acercarse de forma oportunista a ciertos temas o estilos, queriendo emular el éxito de algunos de sus compañeros de generación. No. Ambos siguieron en lo suyo, con un decoroso reconocimiento internacional, claro, pero lejos de la cresta de la ola, y es en las últimas dos décadas, yo diría que de modo paralelo, que tanto los libros de Ribeyro como los de Pitol comenzaron a circular cada vez con mayor fuerza hasta convertirse en lo que ya son hoy: más que autores de culto (que lo fueron), verdaderos maestros de jóvenes escritores y lectores latinoamericanos.

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