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París, Cortázar

Hace muchos años, a principios de los 90, cuando era un joven “limpio de corazón recién llegado de provincias”, al decir de Balzac, y vivía en París, en plena experiencia de eso que años después llamaría El síndrome de Ulises, Cortázar era para mí (y para todos) una especie de santo de la Iglesia, de mi propia Iglesia humanista y literaria, única capaz de hacer que me arrodillara para leer textos que consideraba sagrados.

10 de octubre de 2017 Por: Santiago Gamboa

Hace muchos años, a principios de los 90, cuando era un joven “limpio de corazón recién llegado de provincias”, al decir de Balzac, y vivía en París, en plena experiencia de eso que años después llamaría El síndrome de Ulises, Cortázar era para mí (y para todos) una especie de santo de la Iglesia, de mi propia Iglesia humanista y literaria, única capaz de hacer que me arrodillara para leer textos que consideraba sagrados. Rayuela era el principal. Fue el que me empujó a intentar una vida en París, contra toda esperanza, con la idea poética y enloquecida de que esta ciudad me transformaría en verdadero escritor. Fue así que llegué, en 1990, con una edición bajo el brazo de Rayuela en editorial Edhasa que luego perdí o alguien me aligeró (hoy inconseguible), y con los cuentos completos, de los que adoraba El perseguidor, Autopista sur y Todos los fuegos el fuego, aunque en general toda su obra, pues Cortázar no era autor del que uno leyera un solo libro: uno leía y quería ser él, sus sustantivos y verbos, sus puntos y comas.

Hoy, tanto tiempo después de todo eso, de haber vivido en París y haberme ido, sigo regresando cada tanto, y esta vez, después de un largo y alucinado viaje que empezó en Estados Unidos, siguió en Montevideo y ahora aterriza en Francia, se da la casualidad de que vuelvo a llegar con un libro de Cortázar bajo del brazo, ya no una novela ni un volumen de cuentos, sino una recopilación de sus cartas, concretamente el tomo que va de 1965 a 1968, es decir el inicio de su fama, cuando, después de publicar Rayuela en 1963, junto con Carlos Fuentes y un jovencísimo Vargas Llosa, fue amo y señor del momento literario en tierras americanas (el huracán Gabo no llegó hasta 1967), en las que ya brillaban personalidades como Borges, Onetti y, sobre todo, Neruda, que era el más famoso.

Este volumen de Correspondencia, que compré en Montevideo, tiene para mí un significado especial, pues 1965 fue el año en que nací, así que me divierte ver las cosas que en esa época ocurrían en la vida de Cortázar, cuando además tenía mi edad actual, 51 años. Aparte de la increíble libertad de lenguaje que despliega en sus cartas y su entrañable generosidad corresponsal (lo que hizo que muchos ocasionales, con algunas pocas y amables misivas suyas, se proclamaran a los cuatro vientos el-mejor-amigo de Cortázar), me llama la atención varias cosas: el increíble afecto que tenía por sus verdaderos amigos, a los cuales dice cosas bellísimas (caso de Francisco Porrúa, su editor en Sudamericana), el modo obsesivo en que corregía las traducciones de sus libros (debía de ser una pesadilla para sus traductores), y sobre todo cómo se ocupaba de forma detallada y obsesiva de sus asuntos económicos. Las cartas a su editor están llenas de preguntas por los giros bancarios, royalties y nuevos contratos; da vértigo asistir a las enormes dificultades bancarias de la época, tan lejos de las facilidades de hoy, y todo esto me sorprende y divierte, porque Cortázar siempre tuvo un aura ultraterrena, como de estar por encima de las cosas mundanas, y la verdad es que, por vislumbrar esa faceta desconocida del gran gurú, no logro despegarme de estas deliciosas cartas, escritas con una mano literaria que, al igual que en sus libros, siempre me pareció bendecida por algún dios lejano.