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Muerte en Providencia

“La literatura”, decía André Breton, “es el triste camino que nos lleva a todas partes”, y esto parece suceder cada tanto, a poetas y novelistas, y por supuesto a lectores, esa comunidad que vive en cualquiera de los lados del libro y que se ve zarandeada por la vida, de aquí para allá.

18 de febrero de 2020 Por: Santiago Gamboa

“La literatura”, decía André Breton, “es el triste camino que nos lleva a todas partes”, y esto parece suceder cada tanto, a poetas y novelistas, y por supuesto a lectores, esa comunidad que vive en cualquiera de los lados del libro y que se ve zarandeada por la vida, de aquí para allá. Uno de los casos más especiales es el del escritor René Rebetez, que cruzó todos los mares del mundo y vivió en tantos países para, al final, quedarse en la isla de Providencia y pasar sus últimos 14 años en este increíble lugar. Escribo esto, claro, desde Blackbay, una de las playas del sector sur, al lado de la famosa Sudeste y su restaurante El Divino Niño, lugar de peregrinación gastronómica.

Cuando Rebetez llegó a Providencia ya había vivido en Cuba, en México, y había pasado temporadas en China, Japón, Turquía y por supuesto en Europa. Estudió en Ginebra, pues su padre era suizo. Viajó mucho a París y vivió la vida bohemia de la juventud artística. La santa bohemia de los escritores, que es una de las asignaturas importantes para escribir cosas de valor, siempre y cuando se sepa salir de ella, pues hasta donde llega mi conocimiento nadie ha logrado escribir rodeado de amigos y botellas.

Tras esto, Rebetez regresa a Colombia y entra a un mundo diferente: el de los nadaístas, de un lado, y el del compromiso político, por su amistad con el cura Camilo Torres. Hombre de su tiempo, acabó embarcándose para Cuba, entregado a la Revolución Cubana. Su biografía dice que conoció al Ché Guevara y que, al mismo tiempo, se interesó en la síntesis cultural de esa magnética isla, en donde se encontraron los dioses y los ritmos de Europa con los de África y América. Fue después de Cuba que decidió quedarse a vivir en México y, como muchos autores colombianos, fue allá donde logró arponear su primer libro, Los ojos de la clepsidra, cuentos y poemas (1964).

Vivió la efervescencia cultural al lado de autores como Monsiváis, Arreola, Salvador Elizondo, es decir los grandes rompedores de moldes estéticos, y de cineastas como Ripstein. Allá conoció al excéntrico argentino Alejandro Jodorowski, con quien daría el paso hacia la ciencia ficción. Creó una pequeña empresa cinematográfica dedicada a los orígenes míticos de la cultura americana, desde el libro sagrado del Popol Vuh al chamanismo en las orillas del Vaupés. De esta curiosa mezcla entre esoterismo, budismo zen, ciencia ficción y mística americana van surgiendo sus demás trabajos, versiones propias del I Ching o del Tarot.

Viaja a Japón a profundizar en el zen, se especializa y prologa uno de los grandes tratados, El libro del Dragón. De regreso, en Estados Unidos, conoce la obra de Robert Pirsig y decide pasar una temporada. Todas las místicas orientales le interesan. El sufismo, los derviches, la poesía mística de Ibn Arabi. A pesar de haber nacido en Subachoque, sabana de Bogotá, al regresar a Colombia prefirió instalarse en esta isla, Providencia, donde dicen que una vez estuvo Hemingway. Acá escribió lo último: Ellos le llaman amanecer y otros relatos, Cuentos de amor, terror y misterio, The last resort (dedicada a Providencia) y La Odisea de la Luz. Lo visito en su tumba, en lo más parecido que conozco a un ‘cementerio marino’. Desde ella se escucha el oleaje, se ve el mar. No puedo imaginar un lugar mejor para los restos de un viajero, al final del camino.

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