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Madrid, 1985

Llegué a vivir a Madrid el 18 de septiembre de 1985, con diecinueve años, y lo primero que debí resolver fue la vivienda.

13 de mayo de 2020 Por: Santiago Gamboa

Llegué a vivir a Madrid el 18 de septiembre de 1985, con diecinueve años, y lo primero que debí resolver fue la vivienda. Una habitación propia. Me ha ocurrido otras veces que el primer anuncio que veo en un periódico es el definitivo: “Dos habitaciones amobladas e independientes en piso compartido, balcón a la calle, luminoso, estudiantes, 14.000 pesetas”. La propietaria, que vivía en el piso de arriba, era una anciana de La Rioja. “El otro chico es un poeta, te llevarás bien con él”, me dijo al cerrar el acuerdo, pues el apartamento estaba dividido en dos. Se compartía el baño y una cocina en desuso.

Diagonal al edificio, sobre la calle Santísima Trinidad, estaba La blanca doble. Era un bar para cualquier hora del día. Servían desayunos, cafés, y un menú para el almuerzo; por la tarde servía cafés y aperitivos; tenía algunos platos para la hora de la cena y licencia para vender licores más allá de la medianoche. Pronto se convirtió en mi bar o, casi podría decir, en nuestro bar, pues el vecino poeta, Miguel Ángel Velasco, se hizo mi compinche. Era español, pero de Mallorca, y no tenía familia en Madrid.
No había muchos extranjeros en España en esos años. Por eso, en diciembre, Miguel Ángel y yo pasamos las fiestas de fin de año en La blanca doble. Bebimos y bailamos sobre la barra con los meseros, cocineros y algunos clientes. Cuando se nos terminó el dinero uno de los meseros, Manolo, nos siguió sirviendo vasos enormes de whisky con un argumento inolvidable: “¡No me da la gana que os vayáis!”.

Los años fueron pasando y La blanca doble se convirtió en mi lugar de estudio y trabajo. Una noche, con unos tragos, Miguel me propuso que aprendiéramos latín para hablar en los bares. Manolo fue nuestro primer espectador, el único que pudo escuchar las pocas frases que logramos decir. “Vaya gilipollez”, fue su comentario, mientras servía una ración de chipirones. Con Miguel conocí poetas españoles, a Claudio Rodríguez y Francisco Brines, a Agustín García Calvo. Así pasaron cinco años y al final, en 1990, yo me fui a París y Miguel se fue a vivir a otra casa, y nos perdimos. Aún no había redes sociales ni celulares y, por increíble que suene, uno se perdía de los amigos.

Hasta el mes de julio del año 2011, en Barcelona, cuando entré a la librería La Central y vi un libro de Miguel Ángel, La muerte una vez más. Pero al leer la solapa me quedé de piedra: “La prematura muerte de Miguel Ángel Velasco…”. Volví a leerlo sin dar crédito a mis ojos. Luego, en Madrid, el poeta Luis García Montero me dijo: “Se quitó de en medio”. Entonces volví a la calle Santísima Trinidad y miré desde el frente los ventanales de nuestro apartamento. La propietaria estaría muerta, Miguel estaba muerto.

De todo aquello no quedaba nada, o casi, pues en la esquina seguía La blanca doble. Entré temiendo que lo hubieran transformado en un bar de moda, pero no. Al fondo brillaron unos ojos, ¡era Manolo! Tenía el pelo cano, arrugas, pero era él. Vino a darme un abrazo. “Joder, cuantos años, ¿un chupito?”. Bebimos un par de tragos evocando a Miguel Ángel. Antes de salir me dijo: “Ve a la biblioteca, allá tienen vuestros libros”. ¿Los has leído? “No”. Podrías leerlos, le dije, y él respondió: “No me jodas, ¡si trabajo hasta medianoche!”. Al otro día fui a dejarle un libro de Miguel y uno mío. “Al sobreviviente de esos años”, le puse. Y los firmé los dos.

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