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Los Nobel

Sobre el Nobel de la escritora polaca Olga Tokarczuk no puedo comentar gran cosa salvo que quiero leerla. Hasta ahora no había libros disponibles en español.

15 de octubre de 2019 Por: Santiago Gamboa

Sobre el Nobel de la escritora polaca Olga Tokarczuk no puedo comentar gran cosa salvo que quiero leerla. Hasta ahora no había libros disponibles en español y se espera, en editorial Anagrama, la inminente publicación de una novela suya, Los errantes. La precede, eso sí, el poderoso torrente que ha sido la literatura polaca, con la increíble cifra de cinco premios Nobel de Literatura. Digo increíble por tratarse de un país pequeño, con menos población que Colombia (tiene 38 millones y pico) y, sobre todo, por ser una nación víctima, golpeada en su historia por el paradójico hecho de haber tenido de vecinos a la Alemania nazi y a la Unión Soviética.

Sus escritores premiados son muy conocidos, excepto uno, Wladyslaw Reymont, en 1924, hoy olvidado. Pero los otros son Czeslaw Milosz, Henryk Sienkiewicz, Isaac Bashevis Singer y Wislawa Szymborska. Y esto sin hablar de otros que no obtuvieron el Nobel, como Witold Gombrowicz, Stanislaw Lem, Joseph Conrad o el cronista Ryszard Kapuscinski. No quisiera olvidar a Bruno Schulz, escritor judío asesinado por los nazis, cuyo libro Las tiendas color canela es una de mis joyas literarias, y al clásico Jan Potocki, autor de El manuscrito encontrado en Zaragoza.

De Polonia me gusta además que el aeropuerto de su capital lleve el nombre de un artista, Federico Chopin (lo mismo que el de Roma y el de La Habana), y que hayan inventado la crema Nivea. No recuerdo en qué libro leí que siempre que un batallón de soldados luchaba por defender la cultura, en él habría polacos. También que son seres fríos. Alguien me dijo una vez que si hacía el amor con una polaca la temperatura de mi cuerpo bajaría 4 grados. No he tenido oportunidad de comprobarlo.

En cuanto a Peter Handke, mi opinión es muy diferente. Lo he leído y aprecio sus obras, como el Ensayo sobre el cansancio, pero no logro sobreponerme a su defensa a ultranza del régimen serbio que perpetró un genocidio en Bosnia Herzegovina asesinando a sangre fría a civiles, fusilando y enterrando en fosas comunes a ocho mil varones bosnios en la localidad de Srebrenica y varias masacres más.

No puedo olvidar que Handke asistió al funeral de Slobodan Milosevic, presidente de Serbia durante esa guerra en la que, por cierto, fui corresponsal (1993-94). Pero qué digo: no sólo asistió, Handke leyó una especie de homenaje en ese mismo funeral, lo que equivale a decir que puso su talento de escritor al servicio de la memoria de un asesino como Milosevic, del mismo modo que antes, en los años 90, fue uno de los campeones del relativismo moral con respecto a la guerra de Bosnia, con el argumento de que “todos eran igual de asesinos y todos fueron víctimas”, olvidando que de un lado hubo bajas militares y del otro un genocidio de civiles planeado y ejecutado por los militares serbios que él dirigía desde Belgrado. Como si un escritor colombiano hubiera asistido al entierro de Carlos Castaño para argumentar que fue una víctima más en el mar de víctimas que él mismo provocó.

No olvido que la literatura recibe a todo el mundo, sin hoja de vida ni pasado judicial, y que los criterios morales suelen referirse a la persona y no a la obra. Lo sé, pero yo estuve en Sarajevo, en plena guerra, y vi esos crímenes con mis propios ojos. Por eso tardaré un poco en digerir este gran reconocimiento a la literatura de Handke.

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