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Los 106 años de Cortázar

Cada día nos recuerda el nacimiento o la muerte de alguien, es inevitable. El calendario de un año es poco para tantas personas que mueren en el mundo y deben ser recordadas.

26 de agosto de 2020 Por: Santiago Gamboa

Cada día nos recuerda el nacimiento o la muerte de alguien, es inevitable. El calendario de un año es poco para tantas personas que mueren en el mundo y deben ser recordadas, al menos hasta que se produzca el absoluto olvido, que es como una segunda muerte y que sobreviene cuando los que nos recuerdan, a su vez, mueren.

Los muertos ya no recuerdan a los muertos y la vida sigue. El agua se cierra muy pronto sobre la cabeza del que se hunde y no queda rastro en la superficie. Pero en ciertos temas, como la literatura, el recuerdo es más persistente, dependiendo de la obra, claro. Por eso estos días he pensado en grandes efemérides.

El 24 de agosto, es decir este pasado lunes, se cumplieron 34 años de la muerte de Jorge Luis Borges. De estar vivo tendría 133 años, alguien que tanto temió no sólo a la inmortalidad, sino incluso a la procreación.
Al día siguiente, el 25 de agosto, hubo a su vez dos muertes muy sensibles. La de Federico Nietzsche, en Weimar, en el año 1900, a los 45 años, enloquecido, en un sanatorio mental, y la del doctor Héctor Abad Gómez, asesinado por sicarios en Medellín a los 66 años, en 1987, cuya historia está contada por su hijo en El olvido que seremos. Un día trágico.

Luego, este día que escribo, miércoles 26 de agosto, trae más bien un recuerdo feliz, pues se trata del cumpleaños de Julio Cortázar. Cumpliría 106. Feliz cumpleaños, Julio, le dirían quienes fueron sus amigos, así hoy tampoco quede ninguno. Tal vez Vargas Llosa, aunque sospecho que, de estar vivo, a Cortázar no le caería nada bien el Vargas Llosa de por lo menos hace 20 años o más.

De sus compañeras de vida, Aurora Bernárdez, su primera esposa y viuda y sobre todo albacea de su obra, murió en 2014, con 94 años.
También murieron Carol Dunlop y Ugné Karvelis, compañeras permanentes, e incluso agregaría aquí a Alejandra Pizarnik, poeta argentina, que murió por propia mano a los 36 años, en 1972. Por la correspondencia de Cortázar, sobre todo una carta en la que él le pregunta con entusiasmo por el color de sus calzones y le dice que le gustaría bajárselos, y por un misterioso C. en los diarios de la poetisa, del que incluso estuvo embarazada, he interpretado (aunque puedo equivocarme) que fueron amantes.

Todos están ya muertos, así que el recuerdo de Cortázar queda ya exclusivamente en manos de nosotros los lectores, quienes hemos recibido el enorme mito de su nombre y conocemos todos los resquicios de su obra, aún a sabiendas de que hoy, sin lugar a dudas, ningún editor aceptaría publicar una novela llamada Rayuela, con dos principios y dos posibles lecturas que en realidad son una, y un montón de “capítulos prescindibles”.

La estética cambia y los atributos que se buscan en los libros también se van modificando. Hoy la juventud lectora no especializada, los lectores comunes, tienen problemas con las grandes novelas del Boom. Les parece que los remite a un mundo que no comprenden, que es lejano y con el que no tienen grandes conexiones. También les parece que son novelas lentas, pausadas, con excesivo peso verbal. Florecen en cambio autores más secos, menos verbales. La austeridad de Juan Rulfo, por ejemplo, se impone. El nervio casi a flor de piel de Julio Ramón Ribeyro o de Sergio Pitol, hoy, conquista más lectores que cualquier novela de Carlos Fuentes. C’est la vie. Borges, eso sí, sigue siendo Borges.

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