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Leer y resistir

Es una de las frases de combate de mi compañero Mario Mendoza, “Leer es resistir”, una consigna que por estos días de coronavirus adquiere nuevos y más profundos significados.

17 de marzo de 2020 Por: Santiago Gamboa

Es una de las frases de combate de mi compañero Mario Mendoza, “Leer es resistir”, una consigna que por estos días de coronavirus adquiere nuevos y más profundos significados: leer para comprender mejor la vida, leer para darle un sentido al encierro y la soledad, leer para sacar la cabeza más allá del propio tiempo y ver lo que le pasa a este frágil planeta desde una perspectiva más amplia, leer para ser conscientes de que la vida acaba en la muerte, inexorablemente. En fin, leer para intentar comprender un poco más a ese otro, ese desconocido congénere que puebla el mundo al lado nuestro y que, por mucho que lo vemos a diario, sigue siendo un desconocido.

Debo confesarles algo: esto que ahora se impone a la sociedad se parece mucho a la vida de un escritor: trabajar en la casa, salir poco, leer mucho, estar solo. Por eso, en épocas normales, el ejercicio de la literatura ha sido siempre visto como una actividad socialmente agresiva. Hoy el mundo comprenderá un poco más a estos seres solitarios que, de vez en cuando, salen y, por eso mismo, son un poco torpes o desadaptados.

Supongo que la mayoría de la gente pasará estas horas de encierro en las redes sociales hasta hacer sangrar sus dedos con chats y mensajerías, o acosando su identidad e imponiéndosela a los demás a punta de selfis que les permitan compartir el asombroso misterio (o glamour) de sus vidas. Otros quedarán con los ojos cuadrados de tanto ver series de Netflix y sucedáneos. Y una parte, claro, buscará refugio en los libros. Y esto puede ser interesante. He visto en el Twitter que se multiplican las cadenas de recomendaciones, y por cuanto esa red social pueda ser más una vitrina del ego, lo cierto es que muchos se están intercambiando listas de libros.

De algún modo yo mismo empecé la semana pasada al hablarles de La peste, de Camus, y del Decamerón, de Bocaccio, dos obras maestras de algo que podríamos llamar la ‘distopía pandémica’, la narración de un espacio de muerte, sin reglas y entregado al terrible azar, así como la vida de quienes logran sobrevivir. También Daniel Defoe habló sobre el tema en Diario del año de la peste y Alessandro Manzoni en Historia de la columna infame. Hay muchas más, cercanas o lejanas. Existen incluso dos versiones colombianas del Decamerón de Bocaccio: Fragmentos de amor furtivo, de Héctor Abad Faciolince, y, pidiendo excusas al respetable, mi propia novela Necrópolis. Ambas hijas de esa inmensa obra.

He visto también que muchos lectores, ya un poco agobiados por el bombardeo cotidiano, prefieren libros de otros temas. Ayer, por ejemplo, recomendé El cuarteto de Alejandría: la historia de la enigmática Justine, casada con un magnate, que decide hacerse amante de un escritor pobre. Una de las obras de mi vida. O lo que ando releyendo desaforado por estos días: El conde de Montecristo, en una nueva traducción al español de la editorial Navona. ¡Qué escritor, Dumas! ¡Y qué novela! Precursora de las series de Netflix, pues fue publicada en 18 entregas. Y así, mientras el contagio progresa en silencio por este desdichado país, yo estaba muy lejos, con Edmundo Dantés, detenido en la cárcel del castillo de If, frente a las costas de Marsella, charlando con el abate Faría o huyendo de ahí en la bolsa de un muerto que es lanzado por los carceleros a las aguas del Mediterráneo.

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