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Las cartas de Cortázar

Sigo leyendo, con gran fascinación, las cartas de Cortázar, ese extraño personaje de la literatura latinoamericana que, como ya dije la semana anterior, provocaba en los lectores no sólo el deseo de leerlo, sino el de transubstanciarse en sus escritos.

17 de octubre de 2017 Por: Santiago Gamboa

Sigo leyendo, con gran fascinación, las cartas de Cortázar, ese extraño personaje de la literatura latinoamericana que, como ya dije la semana anterior, provocaba en los lectores no sólo el deseo de leerlo, sino el de transubstanciarse en sus escritos. No sé si ese tipo de relación sea posible en un autor literario de hoy. Pero lo más curioso es que esto operaba sólo en la lengua española. En su propia lengua. Uno de sus corresponsales más frecuentes entre 1965 y 1966 fue Gregory Rabassa, quien tradujo Rayuela al inglés con el nombre de Hopscotch. En las muchas cartas, Cortázar corrige incansablemente cada capítulo traducido y hace comentarios que resultan muy provechosos para conocer la estética profunda del escritor, pues vemos hasta qué punto le preocupaba la musicalidad de la escritura, sus posibilidades de relación en segundo y tercer plano, sus juegos y devaneos, en los que Cortázar veía el espejo de relaciones secretas de la realidad. Para él, el mundo era un complejo “bosque de símbolos” cuya clave estaba en las palabras, aunque no siempre concebidas en su orden natural. Ser escritor, para él, consistía en encontrar (desvelar) esos nuevos órdenes, relaciones, reciprocidades y semejanzas verbales, a través de las cuales la vida debía adquirir su pleno sentido.

De ahí que los libros de Cortázar estuvieran atiborrados de citas y menciones a obras de todo tipo. Y este hecho, precisamente, fue el que lo alejó de la crítica y los lectores norteamericanos. Tras el enorme trabajo con la traducción, Cortázar esperó con entusiasmo la publicación de Rayuela en inglés, en 1966, pero de inmediato menciona su frustración al ver las primeras reacciones. En varias cartas dice que la novela fue malinterpretada. “No sé si habrás advertido que las muchísimas críticas negativas coinciden todas en una cosa: en que el reviewer se equivocó y creyó que había que leer dos veces el libro”, le escribe amargamente a Rabassa, “por lo menos 15 críticos parten de esa base falsa, y naturalmente el libro les pareció insoportable”. Y, además, por la profusión de citas cultas, lo acusaron de ser “un playboy de la literatura afrancesada” y un exhibicionista intelectual, lo que le dolió muchísimo, pues admiraba la cultura norteamericana.

“En los USA no han entendido la intención del libro”, escribe, “y me acusan de “europeizante”. Subconscientemente, los yanquis quisieran que un argentino o un chileno sólo hicieran novelas con gauchos y mate y ‘sweet’ señoritas. Apenas abrimos el diafragma, nos censuran. ¿Y Scott Fitzgerald, y Gertrude Stein, y Hemingway, qué habrían escrito sin su experiencia europea? A Fuentes le va a pasar lo mismo en Estados Unidos; de los novelistas actuales más interesantes, el único que conseguirá un gran prestigio en ese país será Vargas Llosa, por no moverse del ambiente de su país. Está muy bien, pero no veo por qué los dómines neoyorquinos tienen que exigirnos localismos para encontrar bien lo que hacemos”. Y esa fue su suerte. Cortázar no fue plenamente comprendido en casi ningún otro idioma, lo que tiene cierta lógica, pues su búsqueda obsesiva de símbolos en la fronda del lenguaje es casi imposible de transferir de una lengua a otra. Contrario a lo que, como él mismo predijo, le pasó a Vargas Llosa y, luego, en 1967, pasaría en todo el mundo con la obra de García Márquez.

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