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La tercera revolución

Mi generación, los nacidos en los años sesenta del pasado siglo, vivimos enormes y significativos cambios desde que llegamos a este planeta intrépido.

9 de diciembre de 2020 Por: Santiago Gamboa

Mi generación, los nacidos en los años sesenta del pasado siglo, vivimos enormes y significativos cambios desde que llegamos a este planeta intrépido, y es justo reconocer que el ya fallecido Hugh Hefner, fundador y dueño de la revista Playboy, fue el principal motor de la que podríamos considerar ‘la tercera gran revolución’ de las últimas décadas. La primera fue el Internet, comparable al advenimiento de la escritura y a la invención de la imprenta. Luego vino el celular con la autonomía absoluta en las comunicaciones, y más ahora, cuando el aparato es además una central informativa que sirve para informarse, ampliar el círculo de conocidos, ver películas, oír música, en fin, la totalidad de las artes, virtudes y vicios de la posmodernidad.

La tercera revolución no se dio en el dominio de la técnica sino en el de las costumbres, y tiene que ver con la depilación íntima. ¿Quién nos iba a decir, en los años ochenta, que los principales clientes de la famosa prestobarba de Gillette iban a ser las mujeres? Nadie lo habría creído.
Era sencillamente inimaginable. Hoy se producen más maquinillas de color rosado que azules o negras, pues si bien hay hombres que no se afeitan, ya casi no existen mujeres (Cameron Díaz es una de ellas) que mantengan la íntima fronda, el nocturno bosque de la imaginación de los poetas, que es como la noche oscura del alma de San Juan de la Cruz, pero en términos capilares. La entrepierna femenina perdió su abrigo natural, modificó su ecosistema, eliminó su flora en aras de una imagen.
“El pelo es lo vegetal en el hombre”, escribió Lezama Lima, intentando darle un sentido metafísico a esa floración íntima, pero Hefner se interpuso.

La revista Playboy fue una de las primeras en sugerir el nuevo esquema del cuerpo femenino. El Monte de Venus deforestado. Se empezó por eliminar la vegetación más espesa, dejando algunas formas. Recuerdo la que en España llamaban “tiquete de Metro”, un rectángulo ascendente sobre los labios al que, en Colombia, le decían Baracus, y en Brasil “pista de aterrizaje”. Por cierto que Brasil fue muy activo en esto, en especial por su aporte de la ‘tanga’ al debate civilizatorio y la posmodernidad. De ahí, a la depilación, en algunos centros estéticos, se le dijera “ingle brasileña”. Poco a poco la delgada línea fue desapareciendo hasta imponerse lo que Hefner lanzó desde su revista: el depilado integral, la infantilización completa de la zona íntima.

Con esta nueva situación, la palabra ‘pelo’, referida al cuerpo, perdió por completo su referente. Para evitar la confusión se empezó a decir “cabello”, ese horrible eufemismo. Aún saco las garras cada vez que oigo decir, “tiene el cabello muy seco”. No tengo nada contra las peluquerías, pero creo que les urge un debate epistemológico. Esto supondría un enorme progreso. Hefner, con su imagen del cuerpo desnudo, dio a las mujeres un nuevo elemento de seducción, pero también una cadena y sobre todo un gasto, pues las obligó a cuidar una zona del cuerpo antes que pertenecía al dominio de lo natural. Hoy, como nos dice la escritora británica Caitlin Moran, si hay fiesta pícara el sábado la mujer debe pedir cita depilatoria desde el jueves para dar tiempo a suavizar la irritación de los folículos. Rindamos homenaje a Hefner, el Steve Jobs de la depilación femenina en su delicada tumba de flores negras.

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