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La peste y sus metáforas

Una mañana, al salir de su apartamento en la ciudad de Orán, el doctor Bernard Rieux encuentra el cuerpo de una rata muerta en el vestíbulo.

10 de marzo de 2020 Por: Santiago Gamboa

Una mañana, al salir de su apartamento en la ciudad de Orán, el doctor Bernard Rieux encuentra el cuerpo de una rata muerta en el vestíbulo. Lo comenta con el portero, quien de inmediato piensa que alguien debió traerla de afuera. Unos días después, miles de ratas salen a morir a las calles y los servicios de limpieza se ven obligados a recogerlas en cajas e incinerarlas varias veces al día. Pronto el portero enferma y el doctor Rieux se ocupa de él. Tiene fiebre alta y unos dolorosos ganglios en el cuello que cada vez son más grandes y oscuros. Al día siguiente muere, y otras personas comienzan a enfermarse y a morir, hasta que la ciudad de Orán comprende que se trata de una mortífera epidemia.

Es el principio de La peste, de Albert Camus, la crónica de una terrible pandemia en Orán, que Camus sitúa en 1947, con decenas de miles de muertos que muestran, poco a poco, cómo el sentido de la existencia es dominado por un increíble azar, un movimiento fortuito y fugaz que nos lleva al más grande sacrificio o a la mayor indiferencia, sin que ninguna de estas actitudes contenga un supremo valor, mucho menos la idea de un premio. Ya no digamos la salvación.

En este libro terrible, Camus parece decirnos que los seres humanos estamos solos en el mundo. Los dioses se han ido y el hombre, entregado al vaivén y al capricho de la vida, se tiene sólo a sí mismo. Con la peste unos mueren y otros no, ¿por qué? Porque sí. No hay ninguna regla. Lo único que puede salvar a ese pequeño hombre de este gran absurdo de la existencia es la solidaridad, el creer los unos en los otros. Unirse para intentar contener y rechazar la desgracia. Es el hombre que se levanta y dice “no”, el gran tema de otro de sus libros, El hombre rebelde. El gran héroe de Camus: el que dice “no” cuando todos están ya entregados.

La obra complementaria, en mi opinión, es el Decamerón, de Bocaccio, con la peste que asoló la ciudad de Florencia en 1349. Diez personas, siete mujeres y tres hombres, deciden salir de la ciudad y encerrarse en una villa para escapar de la terrible epidemia. ¿Y cuál es su única defensa? Es la palabra que celebra la vida. Ante la proximidad de la muerte, cada uno cuenta una historia sexual, erótica, desobediente y pícara. Hay buen humor y se ríen, porque afuera los cerca la tristeza, la crueldad, el desgarro. Se entregan al placer, porque afuera está el dolor. Eros desafía a Tanatos. Como a Sherezade, sienten que las historias que cuentan, las palabras que usan para contarlas, son la vida que intentan proteger, esa misma vida que celebran.

Si el hombre de Camus está solo en un mundo hostil en el que ningún dios escucha sus plegarias y debe decir “no” para erigir su defensa, el de Bocaccio cree que la superación de la muerte está sujeta al verbo: narrar para vivir, protegido por las palabras; esas que contienen la misma vida que cada uno intenta prolongar al compartirla con otros. Porque narrar, nos dice Bocaccio, es también dar vida a quienes me escuchan. Dar la propia vida. De esa manera esta se extiende, se contagia y vive (o pervive) en otros.

Ante el absurdo de la muerte que nos trae la peste, el contagio de la vida a través de la palabra y sus dones. Ante la soledad del mundo, la mirada y el abrazo del otro, el que también está solo, para juntos levantarse y decir “no”.

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