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La música de Andrés Caicedo

Ahora que cumple cuarenta años de publicada, me di cuenta de que hacía algo más de treinta que leí ¡Que viva la música!, de Andrés Caicedo, pero sobre todo que recordaba muy poco del argumento aunque sí mucho del ambiente y la evocación de esa misteriosa ciudad lisérgica, relacionada con la música de los Rolling Stones, Richie Ray y Boby Cruz.

14 de marzo de 2017 Por: Santiago Gamboa

Ahora que cumple cuarenta años de publicada, me di cuenta de que hacía algo más de treinta que leí ¡Que viva la música!, de Andrés Caicedo, pero sobre todo que recordaba muy poco del argumento aunque sí mucho del ambiente y la evocación de esa misteriosa ciudad lisérgica, relacionada con la música de los Rolling Stones, Richie Ray y Boby Cruz. Entonces, teniendo en cuenta que vivo en Cali desde hace dos años, decidí releerla el pasado fin de semana, curioso por ver qué cosas nuevas descubría y al mismo tiempo con temor, pues ya me ha pasado con libros que admiro: que al releerlos me parecen como fotos en baja resolución del libro que tenía en la memoria.

No fue el caso de esta novela, todo lo contrario: creo que la lectura de ahora, obsesiva y rápida, fue incluso más intensa que la primera, pues si bien ya me alejé de los 18 años que tiene la seductora María del Carmen Huerta, heroína del libro, mi experiencia de lector y de persona es hoy mayor, lo que me permite ponerlo en relación con muchas más cosas, leídas o vividas. Es lo que llamo metabolismo intelectual. Si bien la intensidad de la juventud nos hace recordar ciertos libros con un aura que más adelante, en la vida, es imposible de revivir, esto no siempre es porque los libros decaen sino porque la juventud es algo que se pierde para siempre. Esto lo tenía yo claro. Pero hay novelas como ¡Que viva la música! que traen incorporada su propia juventud y que rastrean la del lector, por lejano que se encuentre de ella, y la encienden otra vez. Fue mi experiencia, y entonces me pregunté, ¿cómo lo logró? Como también soy escritor me fui fijando, página a página, en el modo en que estaba escrita, y por ejemplo comprobé que es un muy refinado ejercicio estilístico, tan frecuente en su época, pero que nunca se convierte en un lenguaje pesado, ni impostado ni falso, que es una de las consecuencias típicas de aquellos libros con rasgos estilísticos de época muy marcados. Al contrario. Una de las cosas llamativas de la novela son los diálogos, que no son muy frecuentes pero que le dan frescura y velocidad a la narración, y ayudan a construir la imagen retadora, soez y bandida de la protagonista. Funcionan perfectamente, pero si uno los aisla, una gran parte no son nada naturales. Parecerían frases teatrales, y, sin embargo, en el curso de la novela no suenan así. Esto me recordó que los diálogos de las novelas son a su vez artificios y que su veracidad no radica en que se parezcan a los reales, sino en que den la sensación de serlo, que es algo muy distinto. Los que son mera copia de la realidad, me temo, mueren con los años.

Me encantó ver a Cali ahí, en sus páginas, comprendiendo ahora de qué se habla, aún si las novelas transforman en ficción cualquier ciudad. Y sobre todo me pareció una novela inteligente, que habla sobre la contundencia de la juventud y de cómo en ella hay algo implacable que es la búsqueda obsesiva de la coherencia y la pureza. La juventud de María del Carmen, incontaminada a pesar de las muchas sustancias que la intoxican, es la de la joven que cree en un mundo y va hacia él cueste lo que cueste. Algo que la vida adulta, con los años, nos obliga a dejar de lado, y lo hace con poco estilo. Por eso revivir el viaje hacia lo más profundo de la noche de esa joven ofrece a sus lectores una poética redención.

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