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La literatura del bien

No debe olvidarse que los artistas no siempre crean el mundo en el que quisieran vivir, sino el escenario brutal, obsesivo y angustiante que ven a su alrededor.

14 de abril de 2021 Por: Vicky Perea García

Pienso en lo que algunos llaman la “literatura del bien”, un concepto que defienden aquellos lectores o críticos que piensan que los libros, por ser un patrimonio artístico, deben ser buenos desde un punto de vista moral. Vale la pena detenerse en esto: ¿Qué es un arte bueno? Esto depende de quién sea el supremo juez y cuáles los términos vigentes en un determinado lugar y momento histórico.

La clave es la sociedad (su cultura) y la época: lo que hoy es dado por bueno en París difiere mucho de lo que es bueno en Arabia Saudita o Japón, pero también de lo que era considerado bueno en el París del Siglo XIX. Obras juzgadas como notables pueden ser reevaluadas con los valores actuales y pasar a ser severamente juzgadas. Es el caso del pintor Gauguin. Una exposición reciente en Londres fue muy criticada “por exaltar las pinturas de un hombre que mantenía relaciones sexuales con menores de edad”, refiriéndose a los cuadros de Tahití. Algo parecido le pasa a Nabokov, que ya no es leído en algunos centros universitarios.

El trabajo artístico está claramente relacionado con valores morales o sociales (o incluso políticos o religiosos), pero no siempre para exaltarlos sino, en ocasiones, incluso para ponerlos en duda. El novelista francés Michel Houellebecq, por ejemplo, es un gran cuestionador de la moral bienpensante francesa y cada una de sus novelas deja sin aire a muchos, quienes lo consideran poco menos que un monstruo. Houellebecq habla sin tapujos de turismo sexual y es amoral con respecto a las relaciones humanas, un misántropo que detesta la vida en comunidad y poco le falta para hacer apología del terrorismo. Lo paradójico es que los escritores bienpensantes, los que sí siguen las normas de lo correcto, no son mejores que Houellebecq, pues, por lo visto, lo que hace del artista un buen ciudadano no siempre sirve para que su arte sea memorable, pues el rol de escritor faro, en Francia, lo sigue teniendo él.

Del otro lado, del de quienes sí se apegan a las normas para ser escritores buenos, estarían aquellos que en otras épocas y lugares fueron llamados ‘artistas amigos del régimen’, es decir quienes estructuraban sus creaciones de acuerdo a la moral imperante. Los regímenes autoritarios tensaron la cuerda e hicieron muy evidente esto, pero en nuestras sociedades democráticas y permisivas (y supuestamente libres) el esquema igual se mantiene y la exigencia de escenificar lo correcto también está presente.

Hoy el escritor bueno, ¿qué debería hacer? En la actualidad se pide ser políticamente correcto, usar un lenguaje inclusivo, manifestar su rotundo acuerdo con la equidad en temas de género e identidad sexual, ser tolerante en política y huir de la así llamada polarización, tener un discurso severo contra el racismo o la xenofobia, manifestar su defensa o al menos una preocupación clara por el medio ambiente y los derechos de los animales, y un largo etcétera que, ni más faltaba, ha hecho que las sociedades de hoy puedan convivir de un modo más democrático. Pero pretender que el arte bueno es sólo aquel que promulga todo esto es un esquema comparable al del estalinismo. Hoy el castigo no es un tiro en la nuca, claro, sino la condena y el rechazo. Pero no debe olvidarse que los artistas no siempre crean el mundo en el que quisieran vivir, sino el escenario brutal, obsesivo y angustiante que ven a su alrededor.

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