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La eternidad

Mirar un año que termina es, forzosamente, hacer una selección en la memoria de las cosas que uno vivió. ¿Cómo podría ser de otro modo?

2 de enero de 2020 Por: Santiago Gamboa

Mirar un año que termina es, forzosamente, hacer una selección en la memoria de las cosas que uno vivió. ¿Cómo podría ser de otro modo? Bueno, la verdad es que hay situaciones difíciles, ni buenas ni malas, que se vuelven permanentes. La muerte de un ser querido o de un pariente cercano, por ejemplo. Alguien que, a partir de ahora, estará siempre muerto. Alguien que antes estaba ahí, cuya voz se oía del otro lado de una línea de teléfono, y que ya no va a estar nunca más.

“Mi muerte no es parte de mi vida”, dice Wittgenstein, y concluye: “No podemos vivir la propia muerte”. Es la muerte de otros la que nos enseña la contextura real de la vida propia, la increíble y maravillosa sensación de estar vivos por un tiempo que al principio nos parece eterno y que, con los años, se hace breve, y con los muchos años es como un tronco rodando por una pendiente. Queremos detenerlo, hacer que su paso sea más lento. Y no podemos, claro.

Leer buenos libros, ver arte, cine, oír música, viajar, celebrar la amistad y el amor, son formas de hacer más intenso el paso de ese mismo tiempo. Nunca lograremos detenerlo, pero sí entrar en él de un modo más amplio. Ocuparlo mejor, poblarlo, invadirlo. Hacer que corra a nuestro favor.

En otra columna escribí que el 2019 fue el año de Blade Runner, ese mítico filme de 1982 que, para mi generación, indicó lo que debía de ser el futuro. De acuerdo a esto, lo que viviremos a partir de ahora es el post futuro. El tiempo más allá del futuro, ¿y a dónde nos llevará? Habrá que recorrer el camino para saberlo. Como en ese haikú japonés de Bashuo: “Ya nadie recorre ese camino / salvo el crepúsculo”.

También dije que, los de mi generación, los que vimos esa película a los 17 años, hoy estamos en la mitad de la cincuentena, así que nuestro futuro empieza a ser menor que nuestro pasado. La edad del crepúsculo.
El tiempo se da vuelta y cada minuto que pasa tiene otro valor. Por eso, de algún modo, nos hemos convertido en ‘replicantes’. Esos seres que, en Blade Runner, se rebelan y los atormenta saber cuánto tiempo de vida les queda. ¿Cuándo acabarán sus vidas programadas? Puede ser este año o el siguiente, en diez años o esta misma tarde. Igual nos pasa a nosotros con ese doloroso e implacable tic tac.

En el filme Litigante, Carolina Sanín representa una de esas historias complejas, erizadas, llenas de aristas. Vidas fatigosas y, al mismo tiempo, tan reales. Viendo esa extraordinaria película pensé en los difíciles plazos de la vida, y supuse que el paso del tiempo sólo podía ser visto así, de ese modo. Quienes lo vivimos aprendemos a sopesarlo a medida que lo perdemos. El tiempo que se nos va. El tiempo sobre nuestros afectos y contradicciones y anhelos, el tiempo que va disolviendo las culpas, que nos acerca al horizonte y disipa el humo. El único tema real de la vida y del cine y la literatura. El único.

Leer y escribir, crear arte, caminar al lado de un río, estar solo y mirar montañas llenas de árboles y pájaros, estar acompañado por alguien cuya cercanía hemos querido y elegido tener. Vivir de un modo no banal nos ofrece algo de la vida eterna, y hace laborioso e inhumano imaginar que incluso allá, detrás de esa pequeña eternidad, aún existe el tiempo. Un tiempo que ya no será nuestro, cuyo espacio ya no habitaremos, y que también conducirá a lugares imposibles y lejanos.

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